No es cuestión de estabilidad o pluralismo, es de liderazgo

La estabilidad se ha convertido en el término fetiche de la semana. En el Estado español asombra y se ensalza la estabilidad lograda gracias a los acuerdos entre PNV, PSE y PP en Araba, Bizkaia y Gipuzkoa. Más en un momento tan crítico, con el 155 y el estado de excepción aplicado a machete en Catalunya y a pocas semanas de unas elecciones que serán determinantes para el próximo ciclo político. Y es cierto que los territorios vascos gozan de cierta estabilidad, al menos por comparación con el Estado, donde la estabilidad es en realidad cierre de filas reaccionario y no tiene otro matiz que no sea el toque de corneta del rey.

Sin embargo, si la comparación se da entre los territorios vascos, entre las administraciones derivadas de la partición, no es precisamente la CAV el más estable en ese sentido. Si a eso le sumamos otro de los términos preferidos de la clase política vasca para justificar sus alianzas, la transversalidad, la capacidad de acordar entre diferentes, veremos claramente que los territorios gobernados por el PNV y el PSE son los que ofrecen un resultado más pobre en base a estos dos indicadores destacados por ellos mismos.

Tanto en Nafarroa con los gobiernos del cambio como en Ipar Euskal Herria con la dinámica para resolver las consecuencias del conflicto vasco la pluralidad y la transversalidad resultan apabullantes, con acuerdos de calado entre diferentes tradiciones políticas, que mantienen discrepancias en otros terrenos pero que son capaces de llevar adelante una agenda constructiva y proactiva en base a prioridades políticas, sociales y humanas. Asimismo, la estabilidad se da partiendo de un liderazgo fuerte, con políticas que buscan garantizar todos los derechos a todas las personas, lo que debería ser el principio rector de la nueva fase histórica que se abrió en el país con la Declaración de Aiete.

La brújula política vasca marca hacia el Norte

Llevará años valorar en su justa medida la dinámica emprendida en Ipar Euskal Herria, primero con el desarme de ETA y ahora con la cuestión de los presos. El cambio en la cultura política es tan profundo y fértil que hasta cierto punto escapa al control o al diseño, incluso al análisis. Los frutos irán mucho más allá de los inmediatos y seguramente alimentarán nuevas alianzas y proyectos por el bien común. Los protagonistas confiesan que no ha sido fácil, que mirando atrás resulta chocante para ellos mismos lo logrado, no solo en resultados sino en formas de hacer. La rueda de prensa de ayer en Baiona, con la sociedad civil y cargos electos de todas las fuerzas, la labor pedagógica de la marcha a las cárceles y las adhesiones que están logrando para la movilización de París del próximo sábado son prueba de ello.

Resulta inspiradora la capacidad para consensuar pasos y agenda, para reconocer los intereses de unos y otros, para ensanchar el carril central, para ejercer un liderazgo compartido y transmitir a la sociedad vasca –también a la francesa– que existen alternativas a la crueldad y a la necedad. La interlocución abierta con París es, además, un ejemplo de bilateralidad real.

Solo desde el parroquianismo o el complejo se puede menospreciar un fenómeno político del que la ciudadanía vasca debería estar orgullosa y que debería servir para sembrar cambios en la forma de entender la política. También para quienes ven en la estabilidad y la pluralidad valores centrales.

Autolimitación frente a liderazgo

Las minorías tienen derechos que hay que respetar e intereses que hay que contemplar al formular un proyecto de país. Pero la opción de vetar los deseos, las ambiciones y los intereses de las mayorías no está entre esos derechos, no al menos en un sistema democrático. Cederles esa opción es una irresponsabilidad, entre otras cosas porque son insaciables. Si la razón para no buscar alianzas que representen mejor las mayorías sociales es el miedo a perder el control, ceder ese control al PP y al PSE no parece muy inteligente. Apostar por la minoría unionista frente a las mayorías democráticas es una forma de autolimitación, de mutilación de las propias capacidades. Si un gobernante hace de sus obsesiones y sus miedos bandera no puede ejercer el liderazgo.

En todo caso, las dinámicas navarra y de Ipar Euskal Herria muestran cómo se puede cambiar todo en un tiempo relativamente corto, con iniciativas que al principio resultaban nimias y que con perseverancia y talento adquieren un carácter transformador inaudito.

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