IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Un cerebro prestado

Desde el principio de la vida, incluso la identidad se forma en torno a la diferenciación. Desde muy pronto, los bebés demuestran su descontento cuando sus cuidadores no responden con esa atención cuidada a su ritmo, necesidades o límites, reaccionando ajustadamente. Reaccionar para que el contacto y la estimulación puedan ser digeridos, entrar en su marco de percepción y sensibilidad y convertirse en recursos o en crecimiento. Y es que, a medida que avanza la vida, no todo nos cabe. Del mismo modo que una planta necesita el agua para sobrevivir pero admite una cantidad de líquido en su maceta y no más, nuestras estructuras cerebrales y nuestras conexiones admiten ciertos estímulos que “encajan” con nuestra experiencia. Nuestras ideas, nuestras emociones, nuestras acciones y la forma de dar sentido a lo que vivimos surgen hoy de un itinerario con historia de conexión de neuronas, que al ser estimuladas de forma similar a lo largo del tiempo, se consolidan físicamente en una ruta determinada. Entonces, los siguientes estímulos que entran por la misma puerta neuronal ofrecen un resultado similar tras su procesamiento. Por seguir con el símil del agua, es como un manantial que va hoyando la tierra en su recorrido hasta formar un arroyo y más tarde un río. El agua que llueve alrededor, otros arroyuelos, encuentran ese surco en la tierra con facilidad, y avanzan hoy gracias a todas las gotas anteriores que se han sumado unas a otras dejando una marca permanente. De forma que si queremos que el agua tome otra ruta, que riegue otros campos que quedan fuera del caudal original, algo debe cambiar.

Sin embargo, si cae una lluvia torrencial, esta puede destruir el surco, el arroyo y la desembocadura quedar, pues eso, desbocada. De un modo similar, cuando lo que vivimos excede nuestra capacidad de procesamiento, cuando nos sobrepasa, bien por ser un estímulo intensísimo, por inmadurez en caso de un cerebro infantil, o porque no tenemos un marco de referencia para encajarlo, la estimulación en el cerebro se vuelve excesiva y nos cuesta pensar, planificar, o comportarnos como lo haríamos habitualmente. Hay ocasiones en las que nada puede paliar este impacto –nadie está preparado para la muerte repentina de un ser querido– y la confusión y la desorientación van a estar presentes hasta que el choque vaya mitigándose, haciendo más difícil recordar, establecer una relación causa efecto o encajar lo que pasó en un marco temporal. Entonces, la presencia del otro se hace imprescindible, y no precisamente porque necesitemos su intervención sesuda o explicativa de lo difíciles que son esos momentos, sino por el mero hecho de que necesitamos un cerebro que funcione normalmente cuando el nuestro está sobreestimulado.

Notar la cercanía de alguien querido en las malas noticias, la presencia de alguien más fuerte y tranquilo cuando sentimos tambalear nuestro autoconcepto, o tener la confianza de quien ha estado ahí antes, es suficiente para minimizar el torrente de algunos momentos desafiantes para la fisiología de nuestro cerebro. Cuando esto no es posible y estamos realmente solos ante lo difícil, la sobrecarga eléctrica hace saltar nuestros fusibles –literalmente si pensamos en cómo reacciona la amígdala ante el peligro–, lo que nos lleva a un afrontamiento mucho más primario y limitado, a una mayor tensión, y a una flexibilidad muchísimo menor, que deja una marca profunda. Funcionamos en modo de emergencia, y ahí, ningún crecimiento es posible. Por eso es tan importante estar con nuestros niños y niñas cuando están estresados, aunque para nosotros no sea nada, o con nuestros adolescentes cuando están callados y aislados tras un fracaso escolar, o con nuestros amigos cuando sabemos que les han despedido. Todos, unos para otros, con nuestra presencia, nuestro interés y poco más podemos mitigar el impacto brutal que a veces tiene la vida.