Víctor Esquirol

Desorden y estancamiento

[Crítica: ‘Pacificado’]

Victor Esquirol
Victor Esquirol

En 2016, Brasil ya empezaba a mostrar síntomas de fatiga, con respecto a su último período de milagro político-económico. Las instituciones acusaban un desgaste cada vez más insostenible y los datos de producción y empleo insinuaban un estancamiento que, efectivamente, no presagiaba nada bueno. A pesar de esto, nos seguía llegando desde ahí un sentimiento de alegría generalizada; de esperanza en un futuro que pintaba aún mejor que un presente que, se mirara como se mirara, causaba envidia.

Era el año de los Juegos Olímpicos en Rio de Janeiro, eterna joya de la corona urbanística de la nación carioca. Una ciudad que, no obstante, necesitaba una limpieza a fondo. Este cotizadísimo destino turístico había sido, no en vano, pasto del narcotráfico en sus barrios más marginales. Las favelas eran, a ojos del gobierno, no-lugares. Agujeros negros en los que el estado era poco más que una ilusión; un recuerdo del pasado. Pero claro, con la llegada del Comité Olímpico, llegarían los ojos de todo el mundo, con lo que había que mantener las apariencias.

En esta tesitura surge el concepto que da título al nuevo largometraje dirigido por Paxton Winters, un proyecto apadrinado ni más ni menos que por Darren Aronofsky. ‘Pacificado’ habla de esas barriadas donde por fin se derribó el orden caciquil (al menos de cara a la galería... ahí está el qué) y se restauró el estatal. Fue un certero y brutal ejercicio de fuerza gubernamental, con el objetivo de recuperar el control (al menos en período de máxima exposición internacional) de una zona que llevaba mucho tiempo dejada de la mano de Dios.

La primera escena de la película (y esto es algo que se repite en otras secuencias) presenta un plano general de la ciudad, acompañado este por unos estallidos de fondo que no se sabe si son petardos o disparos. Podrían ser ambas cosas, de hecho: el director y guionista parece tener siempre en mente este contraste. Al fondo, muy a lo lejos, alcanzamos a ver un estadio gigantesco del que emana un hipnótico espectáculo pirotécnico, pero el primer plano lo controla la temblorosa figura de una joven obligada a convertir las trincheras del día a día en puro ejercicio de supervivencia.

‘Pacificado’ nos recuerda que mientras el mundo entero estaba celebrando una juerga histórica, a pocas cuadrículas de distancia seguía (y sigue) habiendo una comunidad entera condenada a la violencia, a la adicción... a la indignidad. En una de las secuencias más inspiradas de la cinta (una de las pocas realmente memorables, a decir verdad), Paxton Winters sigue a un hombre trajinando por la calle un pesado electrodoméstico. Lo lleva a cuestas sobre su espalda, mientras él sube unas escaleras que parecen diseñadas para provocar ataques de vértigo, y ya puestos, cardíacos.

A todo esto, la cámara se ha elevado en vuelo silencioso, permitiéndonos comprobar que dicho calvario se materializa en un camino penoso que parece no terminar nunca. Nuestra vista se pierde entre cuestas empinadas, callejones angostos, esquinas sombrías y casas (por así llamarlas) de construcción precaria. La principal virtud de la película (y esto, por desgracia, es algo que el cine moderno parece haber olvidado) es su óptima comprensión del espacio físico en el que se mueve, y por consiguiente, su notable capacidad para integrar a sus personajes en él.

El resto discurre como, de hecho, está discurriendo la mayoría de películas de esta 67ª edición de Zinemaldia: con la razón de quien entiende la materia abordada, pero con nula posibilidad a llevarnos a lugares que se antojen como realmente nuevos. Aplicado a este caso: si vamos a ver ‘Pacificado’ habiendo visto antes hits básicos de la filmografía de cineastas como Fernando Meirelles o José Padilha, entonces saltará a la vista que las dos horas de metraje firmadas por Paxton Winters son poco más que un déjà vu manufacturado, eso sí, con cierto sentido (aunque sin pasarse) de lo competente.

Drogas, armas pesadas y mucha miseria (moral), constantes que componen una realidad social al margen del «orden y el progreso» institucionales. Elementos convertidos aquí en algo peligrosamente cercano al cliché cinematográfico. Queda, como clavo ardiendo al que aferrarse, el dibujo de Jaca, uno de los personajes centrales de la trama. Una especie de reminiscencia de esas creaciones luminosas (pero también manchadas por la sombra) que Arnaud Desplechin concibe en sus mejores trabajos. A través de su mirada, sus gestos y su voz igualmente cansada, respira el aliento agonizante de un colectivo (quién sabe si de un país) a punto de desplomarse.