Una noche una de las patas de la cama se descolocó y mi compañero y yo tuvimos que improvisar una solución rápida para seguir durmiendo. La mejor fue coger unos cuantos libros de la estantería y colocarlos bajo el somier para sustituir a la pata averiada. El arreglo duró más de lo previsto y, durante un tiempo, casi nos olvidamos que estábamos durmiendo sobre unos ejemplares de "Millennium", la serie de género negro del escritor sueco Stieg Larsson.
Sucedió hace tiempo, pero el otro día, en una charla sobre las redes sociales, la inteligencia artificial y la literatura, recordé el incidente y, también, que no fuimos los únicos en recurrir a esa idea. Marco Stanley Fogg, el protagonista de la novela "El palacio de la Luna" (Paul Auster, 1989) amuebló su apartamento de Nueva York con las cajas donde guardaba los cientos de libros que heredó de su tío Víctor. Con ellas, juntándolas adecuadamente, se construyó los muebles más básicos hasta que comenzó a abrir las cajas y a leer los libros antes de venderlos para sobrevivir.
Ese recuerdo me hizo pensar en lo que queda de nosotras cuando subrayamos una línea o escribimos una nota en el margen de las páginas que vamos leyendo. Las novelas, igual que las personas, envejecen sin darse cuenta, se enfrentan al olvido de los momentos insignificantes para decir que aún están ahí. Cada vez que las miramos, nos recuerdan el día que las leímos, en qué lugar las compramos, dónde las terminamos o a quién conocimos aquel día.
Con las redes sociales y la tecnología del libro electrónico, en literatura, todo se ha vuelto inmediato y efímero, sin pasado y la vida de los libros, si existe, se queda sin el recuerdo de haber sido. El episodio de la cama en mitad de la noche solo es una anécdota sin importancia, una curiosidad. Lo que ocurre es que la primera novela de Larsson, "Los hombres que no amaban a las mujeres" (2005) la leí en la cárcel, cuando llevaba dos meses en Soto del Real y esa pequeña historia de la pata descolocada aún estaba por llegar.
