En las escuelas de negocios y marketing de todo el mundo se presenta a Amazon como uno de los principales modelos de éxito en el ámbito empresarial del siglo XXI. La corporación con sede en Seattle es, de lejos, la empresa de venta al por menor más valiosa del mundo. Cotiza en el Dow Jones desde el pasado mes de febrero y cerró 2023 con una facturación de 574.785 millones de dólares, un 12% más que el año anterior.

Las razones que explican el éxito de Amazon van, según los manuales de las escuelas de las que antes hablaba, desde la obsesión por el cliente, hasta la apuesta sin límite por la innovación constante, pasando por una logística sobresaliente, la diversificación del negocio y una gestión impecable de los datos. Y, por último, pero no por ello menos importante, destacan el papel de un líder considerado sólido y solvente: Jeff Bezos, fundador y presidente ejecutivo. Posee el 7% de las acciones y una fortuna que ronda los 200.000 millones de dólares.

Pero hay un dato determinante en el éxito de esta empresa al que no se da especial relevancia en esos manuales: Amazon es el segundo mayor empleador del sector privado en Estados Unidos. Cuenta con un millón y medio de trabajadores en todo el mundo, que son los que, con su esfuerzo diario, hacen posibles las cifras estratosféricas de beneficios que se embolsan Bezos y los accionistas de la corporación. Tampoco mencionan que Amazon es especialmente conocida por su tenaz beligerancia contra el derecho de sindicación.

Y no hay que irse hasta Seattle para comprobarlo: la semana pasada, trabajadores del centro logístico de Trapagaran en Bizkaia se concentraron para denunciar, bajo el lema «Amazon exprime y reprime», una feroz campaña de persecución contra quienes han participado en las huelgas para reivindicar un convenio propio. Pero claro, no es fácil amasar una fortuna tan laureada y adornada de ceros como la de Bezos sin recurrir a la precariedad laboral de miles y miles de empleados, sin robarles la salud y la dignidad.