Anjel Ordóñez
Anjel Ordóñez
Periodista

Sin conocimiento

Corremos un creciente riesgo de abandonar la generación del conocimiento en las manos no solo de quienes controlan las máquinas, sino de las propias máquinas

La información no es conocimiento. Nunca lo ha sido. Sin embargo, la sociedad actual parece haber renunciado de forma definitiva a los valores tradicionales de la epistemología y se ha sometido a la dictadura de los datos. El crecimiento de la disponibilidad de esos datos, que comenzó a mediados de los noventa con la aparición de internet y que el desarrollo tecnológico ha disparado de forma exponencial con el cambio de siglo, ha decantado la balanza de forma inquietante hacia la preeminencia de la información, entendida como una creciente avalancha cada vez más voluminosa y, sobre todo, cada vez más veloz.

En el momento en el que escribo esta pieza, existen cerca de 5.300 millones de usuarios de internet y casi dos millones de páginas web. Son las diez de la mañana, y ya se han enviado 110.000 millones de mensajes de correo electrónico y se han publicado 334 millones de tweets. Se han realizado 3.500 millones de búsquedas en Google y se han visionado 3.200 millones de vídeos online. En internet no solo consumimos, también producimos. Y las cifras marean.

El concepto «big data» resume de forma precisa lo que quiero decir. Todo el ingente volumen de información generado está disponible y resulta extremadamente útil para quien cuenta con los medios adecuados para procesarlo y convertirlo en valor. Estados, sí, pero sobre todo grandes empresas son los principales agentes que han conseguido que, por voluntad propia, nuestros hábitos privados se hayan convertido en públicos y monetarizables. El axioma «la información es poder» ha adquirido una nueva dimensión. Insondable, imparable.

Repito: la información es poder, pero no es conocimiento. Y puede parecer entre apocalíptico y distópico, pero corremos un creciente riesgo de abandonar la generación del conocimiento en las manos no solo de quienes controlan las máquinas, sino de las propias máquinas. De sistemas tecnológicamente imbatibles y conectados en directo con lo más profundo de nuestra existencia. Con nuestros deseos, necesidades y anhelos. Desde los más inocentes hasta los más íntimos o inconfesables. No hablo de HAL 9000. Hablo del móvil.

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