Los españolistas están aún traumatizados de que el 1 de octubre de 2017 hubiera urnas en los colegios –no me extraña–, por eso siguen cautos y no tiran las campanas al vuelo. El resto tenemos la obligación de mirar honestamente el escenario de Catalunya tras el 12M. El resultado desastroso del procés en las urnas no solo es un problema para el propio independentismo catalán, sino que lastra cualquier otra iniciativa rupturista.
Como los oponentes en la Guerra Fría, la autodefensa del nacionalismo catalán siempre se basó en la idea de la disuasión mutua. Se sugería que si Madrid atacaba el autogobierno catalán, el catalanismo tendría capacidad de desestabilizar el Estado, por lo que a nadie convenía una guerra. Finalmente, el ataque ocurrió en forma de recorte del Estatut, primero en el Congreso y, posteriormente, en el Tribunal Constitucional. Catalunya reaccionó con el procés.
De todo aquello, lo que más asustó en Madrid fue la determinación. Que Catalunya respondiera al pulso combatiendo abiertamente era inesperado, porque solo podía significar que el independentismo se veía con fuerzas. El procés fue, efectivamente, un colosal desafió al Estado. Fracasó en primer término porque su contención policial y judicial fue efectiva. Pero no podía culminar sin una victoria política: ganar la Generalitat para el llamado constitucionalismo.
Siete años después se ha demostrado –y seguro que el Estado ha tomado buena nota– que se podía cerrar la herida del 1-O con una estrategia correcta, que pasaba por dividir el independentismo, calmarlo con políticas que mitigasen la represión y utilizar la negociación para atarlo a un esquema de necesidades mutuas sin salida.
Los errores de los partidos han hecho el resto. Pero lo más importante es que todo este proceso ha servido de vacuna en el Estado para generar nuevas defensas, mejor entrenadas y más efectivas. Hoy seguro que es más difícil cogerles con la guardia baja.
