Así fue desde el principio de los tiempos. Ellos decidieron cuando fue el principio e impusieron su noción del tiempo. El proceso civilizatorio comenzó con la naturalización de los instintos humanos más despreciables como la ley del más fuerte, la dominación del macho alfa o la explotación y la depredación como forma de preservación de la especie. Algunos tratan de reinterpretar esta cuestión y hablan de que la civilización es la amnistía de esa cárcel biológica. Pero no nos engañemos. Nacimos sin concepto de tiempo, vulnerables, apegados a la ternura de una madre, con ganas de compartir y, han ido extirpando nuestra sociabilidad natural e innata, eliminado y prostituyendo el pensamiento y la acción política colectiva mediante la invención del ego y de la propiedad, esencia de la civilización occidental.La revolución neolítica, industrial y cibernética han traído el progreso sin precedentes del hambre en el mundo y de los genocidios bélicos cada vez más sangrientos y despiadados. Estamos en un momento histérico en el que los señores de la guerra, con la imprescindible colaboración de sus ingenieros científicos y de sus sacerdotes mediáticos, se hiperenriquecen convirtiendo la política en un negocio. Crean o fingen conflictos apocalípticos para continuar con la imparable inercia de devastación y saqueo neocolonial. Ya lo decía Vegecio en el siglo IV: «Si vis pacem, para bellum». Ahora lo prodigan Trump y Musk. Con la guerra comercial o, si es más rentable, con la invasión militar, la industria bélica y aeroespacial disparan sus beneficios. Eso sí, a quienes osamos poner en cuestión su dogmática, nos condenan al ostracismo, a la cárcel o a la pena de muerte extrajudicial. Sino que se lo digan a la innumerable disidencia política asesinada o a los pueblos masacrados o exterminados. No nos olvidemos. Lo peor que puede sucedernos no es que nos encierren o nos ejecuten por plantarles cara, sino vivir acobardadas y domesticadas en este instituido estado de tortura permanente en el que tratan de mantenernos.