Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

El Congreso de los beodos

«Señorías, si quieren hablar, vayan al bar». La frase es de Jesús Posada, presidente del Congreso español, y constituye una de las coletillas habituales cuando el barullo de los diputados se desmadra. Sabiendo que el gintonic está a tres euros y medio, uno entiende mejor cómo soportan el tostón de las maratonianas sesiones. Sube Rosa Díez, la única portavoz cuyos planteamientos se pueden expresar más claros, pero nunca más altos. Lingotazo. Llega Cristóbal Montoro, ese clon del señor Burns. Otro pelotazo. Ante las perspectivas de afrontar horas de tedioso e infrucutoso debate, nada mejor que un buen espirituoso. Especialmente, a precios tan económicos.

Sería muy fácil mantener la versión oficial del indignado y alzar la voz contra la ebriedad y la subvención de la clase política. El problema es que no me la creo. Sinceramente, lo que más me enfadó cuando me enteré descubrí los precios del gintonic en el bar del Congreso fue no haberme enterado antes. Que nadie me hubiese avisado. En realidad, encuentro de un falso subido todo el ruido montado alrededor de la concesión del bar en San Jerónimo.

Lo siento mucho, pero la Cámara Baja no es un lupanar taiwanés, ni la calle Jarauta en 6 de julio. Tampoco nos encontramos ante el Congreso de los beodos. ¿Que algún diputado se castiga el hígado? Seguro. Aunque tampoco en mayor proporción que el resto de la sociedad. Basta con mirar cuántos señores honorables abren la jornada con un sol y sombra. No nos pongamos estupendos. Es cierto que el rapapolvos a cuenta de los cubatas es algo que la clase política se ha ganado a pulso. Especialmente, por ser partícipes de la dictadura de lo políticamente correcto.

Aclarado esto, creo que actuamos como el tonto al que le señalan el cielo y se queda mirando al dedo. El problema no es que un diputado pueda echar un gintonic en el Congreso. Ni siquiera sus precios. Los que deberían preocuparnos son los cubatas que sus señorías no pagan. No los de la Cámara Baja, sino los de bares y restaurantes abonados por sus amigotes. Los que se trincan en un tugurio siempre abarrotado y que conocemos como puerta giratoria. Las cenas y el café copa y puro con constructores, empresarios, e interesados de todo tipo. El tren de vida de la impunidad. Quedarnos en la superficie solo alimenta ese discurso antipolítica del «todos son iguales» que tan bien le viene a los siervos del régimen.

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