Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Un tipo al que nadie ha elegido decide quién aspira a presidir un gobierno electo

Eso de que el rey es algo así como una figurita de porcelana que se coloca en lo alto del Estado pero sirve solo para decorar los viajes oficiales y las fiestas de guardar también era también una trola. La realidad no es como la pinta el último argumento del cortesano cuando discute con alguien que considera que no es normal que instituciones del siglo XXI sean dirigidas por figuras más propias de la Edad Media. Te dicen que «tampoco es para tanto», que su papel es meramente representativo, que «no es para ponerse así». Puestos a representar, seguro que la mayoría de españoles prefieren ser representados por alguien a quien han votado que por un señor cuyo único mérito es ser el hijo de su padre «mejor preparado de la historia». Por si acaso, no les han preguntado. Así, los monárquicos convencidos o «juancarlistas» de nuevo cuño pueden seguir apelando a la banalidad de la corona y su papel casi testimonial pero imprescindible.

Va a ser que no. Va a ser que en la letra pequeña de la Constitución española hay mucha más miga y que los trámites servían únicamente cuando había un turnismo a pleno rendimiento. Con PP y PSOE pasándose la pelota y compartiendo aliados en el autonomismo, la labor de Juan Carlos de Borbón se limitaba a despachar amablemente y dedicarse luego a sus menesteres, que su buen trabajo durante el franquismo le había costado. Ahora que la aritmética se ha roto nos damos cuenta de que el artículo 99.1 de la carta magna faculta a su hijo Felipe, actual jefe del Estado, a hacer lo que le de la real gana y proponer a quien le plazca.

Obviamente, esto esto no es tan arbitrario y tampoco se le ocurriría lanzar a Albert Rivera a los leones si no tuviese un mínimo acuerdo. Lo lógico es que, tras la hora de rigor con cada uno de los portavoces (que han desfilado hasta hoy por sus regios aposentos), el Borbón nombre al primero de la lista o a quien tuviese apoyos suficientes, algo que no ocurre. A mí, el hecho de que un señor al que le colocaron en el trono por linaje tenga que decidir algo, aunque sea protocolario, me genera absoluta repulsión. Todavía más cuando, si hilamos un poco más fino, nos damos cuenta de que podría decidir no proponer a alguien. Hagamos política ficción. Imaginemos que a Pedro Sánchez le da un algo y termina pactando un sucedáneo de consulta en Catalunya para asegurarse la presidencia. Imaginemos que Podemos se encuentra en la tesitura de no poder rechazarlo. Imaginemos que hay mayoría parlamentaria para la investidura. E imaginemos, ya puestos, que todo queda en manos del tipo que, según la Constitución, es jefe del Ejército y «símbolo de la unidad» de España. En estas semanas de ruido mediático ya ha habido quien ha insinuado que el rey pueda vetar las aspiraciones de quien tenga la loca idea de preguntar a los catalanes.

Generalmente las cosas ocurren de la manera más simple posible y veo difícil ese escenario. Hoy todo empezará a aclararse, después de que Pablo Iglesias, Pedro Sánchez y Mariano Rajoy pasen por Zarzuela. En términos estilísticos me sigue resultando muy extraño leer la palabra «rey» al margen de cuentos de caballerías. Políticamente sigue siendo igual de grotesco que un señor al que nadie ha elegido tenga en sus manos proponer quién será el presidente de un Gobierno al que se llega por las urnas. 

 

 

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