Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

A Rajoy le gusta «que los planes salgan bien»

Mariano Rajoy, presidente español, y Hannibal Smith, el líder del «Equipo A», tienen al menos dos elementos en común: ambos disfrutan fumándose un buen habano y a los dos, en su papel de dirigentes, «les gusta que los planes salgan bien». El detalle del cigarro fue lo único que faltó en la más que complaciente entrevista que Carmen Lomana realizó al actual inquilino de la Moncloa hace un par de días. En ella, además de vaticinar la inocencia de la infanta Cristina (que tiemble la hija del Borbón si termina en el mismo lugar Luis Bárcenas, el último por el que el jefe del PP puso su mano en el fuego), Rajoy afirmó que «tiene un plan» para Catalunya. Al contrario de lo que siempre le ocurría al mercenario de furgoneta negra, no parece probable que sus previsiones lleguen a buen puerto en el Principat. No al menos con la misma facilidad con la que MA Barracus se deshacía de los esbirros enemigos. 

Hasta ahora el parsimonioso dirigente había optado por fumarse un puro y confiar que el devenir de las cosas se acomodase a sus deseos. Sentado en un búnker edificado a base de gruesos tomos de Carta Magna, el político del «todo es mentira, salvo alguna cosa» se convirtió en «don erre que erre» y se atricheró en un único, constitucional y españolísimo mensaje. Hasta que la vía de los hechos parece haberle convencido de que solo un niño puede creer que si cierras los ojos desaparece aquello que tienes alrededor. Así que, tras dar una última calada a su habano, parece que el presidente se ha puesto manos a la obra para contrarrestar lo que todo periodista español que precie calificaría como «desafío independentista» y enviará a sus ministros a la díscola Catalunya para «convencerles» (modo eufemismo ON) de lo bien que les trata la metrópoli.

Su problema está en que su estrategia parece abonada al «sostenella y no enmendalla», al estilo cidcampeadoresco que caracteriza la marca España y que, precisamente, está en el orígen de la abrumadora desafección hacia el Estado desatada en Catalunya. Pero Rajoy parece no verlo. Por si a la mayoría de la sociedad catalana no le irritaba lo suficiente el perenne «no» a la democracia que se proyecta a gritos desde Madrid, el inquilino de la Moncloa ha llegado a la conclusión de que era mejor cantárselo a la cara. Y aquí está la gran disfunción. Porque estoy seguro de que a ningún catalán con sentido común le parecería mal que los unionistas desplegasen el argumentario o los pesos pesados que considerasen oportuno en un proceso democrático en el que independentistas, federalistas, autonomistas o incluso centralistas pudiesen proponer libremente su proyecto político. Para convencer hay que apoyarse en razones. Pero no. La estrategia española, si es que la hay, no se basa en la seducción, sino que el «equipo A» de Rajoy se dedicará a explicar a los catalanes que no son mayores de edad y, por lo tanto, capaces de tomar sus propias decisiones. Lo disfrazarán de estadísticas, de preocupación por el bienestar económico, de «historia  en común», pero lo que subyace detrás es, como siempre, el «Santiago y cierra España» que tanto gusta al bloque del «no». Algo que puede gustar mucho en la caverna madrileña pero no resulta muy eficaz en el Principat. Cuando la gente reclama democracia, no parece razonable sacar a pasear al búnker para decirles, con palmaditas en la espalda o a mamporros, por qué no pueden ejercer su derecho al voto.

Uno de los grandes problemas del Estado español, que son muchos, sigue siendo la democracia. Pero Madrid insiste en no verlo y, en lugar de al estratega Hannibal, parece haber colocado a Murdock al volante del Estado.

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