Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Poner un pobre en «prime time»

«Hola, mira, te llamo de XXXXXX, busco un pobre que no pueda pagar la luz. ¿Tenéis alguno en XXXX?» Esta es la repugnante solicitud que un medio de comunicación ha realizado a un activista de Madrid. Él, soliviantado como es lógico, lo denuncia en su cuenta de Twitter. Y uno, avergonzado por la profesión, se pregunta si la humanidad no debería ser un requisito indispensable para ejercer este maltratado oficio. No es la primera vez que escucho peticiones similares. Ni será la última. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que yo mismo no haya protagonizado alguna infamia similar. La banalización extrema es parte de nuestro mundo-espectáculo y nadie estamos libres de pecado.  Cogemos a un pobre, a una víctima, a alguien que sufre; lo empaquetamos, lo exprimimos ante las cámaras y nos marchamos a por otro. Rapidito, que hay prisa. ¡The show must go on! Al mismo tiempo, nuestra capacidad para emocionarnos se desvanece en medio de la urgencia y, quizás para protegernos, nos cubrimos con una impenetrable coraza de cinismo que nos lleva a pensar con soberbia que «ellos», los «miserables», deberían de estarnos agradecidos por prestarles durante cinco minutos nuestra ventanita hacia el mundo. 

Hemos convertido el dolor en mercancía. La injusticia, que tiene causas y responsables con nombres y apellidos, se nos presenta aislada, reducida a la tragedia personal. Quienes defienden al establishment nos podrían rebatir acusándonos de quejarnos por todo, de nunca estar satisfechos. Nos podrían decir, con acierto, que si en un momento dramático como el actual estuviesen programando diariamente a Belén Esteban nos indignaríamos ante la falta de conexión con la realidad. Es cierto. Entonces, quizás el problema es el modo de acercarse. Tratar de la misma forma, con igual frialdad, como si se manipulase un producto, la exclusiva de alguna decadente «celebritie» y la tragedia de alguien expulsado de su casa por no poder pagar la hipoteca. La profunda crisis estructural que sufre el Estado español ha repolitizado el «prime time». Hemos pasado de la salsa rosa a la salsa roja. Y, sin embargo, la lógica mercantilista sigue siendo la misma. La misma política se ha convertido en un show cada vez más frívolo, cada vez más irreflexivo y descontextualizado. Como las tertulias de los domingos de Gran Hermano, con sus buenos y sus malos. A la espera de que en unas elecciones, se escuche aquello de «la audiencia ha decidido que debe abandonar la casa...»

Tampoco es cuestión de ponerse estupendo. Renunciar a la visibilización sería fatal y es objetivamente más útil que cientos de miles de personas sean conscientes de las tragedias que provoca el sistema a comerse el dolor en solitario. Es paradójico, pero aunque cada uno de nosotros conozcamos situaciones extremas, parece que estas existiesen un poco menos si no aparecen a través de la televisión. Todo es muy complejo y no pretendo convertirme en el adalid de un periodismo puro que solo existe en las mentes de azotes tuiteros. Ya existen muchas voces que claman por eso que califican como «periodismo digno» pero que suele basarse más en golpear al otro con el martillo del idealismo que en predicar con el ejemplo. Si todo español tiene dentro un seleccionador de la «Roja» (a los vascos no nos dejan ni siquiera elegir equipo nacional), no es menos cierto que todo cuñado sabe completar un informativo o llenar las páginas de un periódico. De lo que hablo es de humanidad y empatía. De creer que, aún dentro del sistema y con todas nuestras contradicciones, nuestro oficio debería ser un instrumento para hacer una sociedad mejor. Deshumanizando nuestra parte más vulnerable solo convertimos a nuestro entorno en algo más hostil e indecente. Y eso también es un drama.

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