¿«Qué hacer?» es la gran pregunta para cambiar el mundo. Durante algún tiempo se creyó que la respuesta era unívoca, simple y universal: la revolución proletaria. La clase obrera estaba llamada por la historia a llevarla a cabo, derrotando a la burguesía y superando la tentación reformista. Revolución y reforma eran las dos opciones estratégicas del movimiento obrero, una de ellas llevaba al socialismo y la otra terminaba por alimentar al propio capitalismo. Esta perspectiva ha sido capaz de inspirar grandes movimientos y conquistas, pero también de alentar gigantescas derrotas y, con el paso del tiempo, ha sido convertida en receta e incluso en dogma de fe. Así, ha podido comprobarse cuánto ha quedado fuera de este patrón: transformación del mundo del trabajo y de la propia sociedad, feminismo, luchas decoloniales, las de los pueblos sin Estado dentro de las zonas imperialistas, luchas por la diversidad sexual, pugnas geopolíticas, etcétera. La rebelión vasca es un ejemplo: difícilmente podía encajar en un corsé que descalificaba por pequeñoburguesa toda lucha que no encajara con el modelo.
Ante las debilidades estratégicas de esta perspectiva ha habido reacciones muy diversas. Hay quien ha buscado su apertura, actualización y reactivación, replanteando el dilema en términos de nuestro tiempo. Pero hay quien se ha cerrado, optando por un repliegue esencialista, practicando la beligerancia contra quien no comparte su visión. «Todo el mundo es reformista menos yo» resume bien esa posición. Esta retirada se viste a menudo como retorno a las «Sagradas Escrituras» del marxismo, pero es un intento de disimular la falta de propuesta estratégica. Mucha teoría, descalificaciones a mogollón pero, ¿dónde está la estrategia?
No hay una clase ni un pueblo elegidos. Las estrategias se piensan, se practican, se valoran y se reformulan para que funcionen, no para hacerlas coincidir con ningún manual.
