“Cuanto más crece el Estado, más disminuye la libertad”, apuntó Jean-Jacques Rousseau, filósofo que frente al absolutismo monárquico defendió la soberanía popular y repudió las desigualdades sociales. Dos siglos y medio más tarde, otro Rousseau, Arnaud, corredor de bolsa en el mercado del cereal, empresario agrícola y presidente del principal sindicato agrario francés FNSEA, eminentemente productivista y liberal, ha movilizado sus tractores reclamando del Estado mayores subvenciones y un giro de la política de la tierra que consideran demasiado ecológica y extremadamente restrictiva respecto a la gestión del agua, de los pesticidas y de los OGM. Y todo en defensa de una soberanía alimentaria chauvinista, “que los franceses tengan una alimentación producida en Francia”, sin importar ni el cómo ni las consecuencias para el entorno y para las miles de familias de pequeños productores que apuestan por un sector primario respectuoso con el medio ambiente. Y mientras, la soberanía popular, incapaz de distinguir un tipo de agricultura de la otra, aplaude las movilizaciones porque entiende que lo que está en juego es el honor patrio, ese que ha venido cultivándose en todos los jardines políticos, como en el Parlamento con la ley de inmigración, y que, como si de un gran productor se tratara, está cosechando una extrema derecha que aspira al Estado y crece cada vez más.