Irati Jimenez
Irati Jimenez
Kazetaria eta idazlea

Líderes

Con Iñigo Urkullu, por ejemplo, no dejo de pensar si estará tan enfadado con su país como parece, qué le hicimos en otra vida para que nos odie tanto en esta.

Creo que lo único que recuerdo de las primarias del Partido Demócrata del año pasado es la pregunta de Elizabeth Warren durante uno de los debates. Tras la intervención de un candidato que se oponía a las reformas propuestas por los progresistas y abogaba por una agenda tan poco transformadora que resultaba deprimente, Warren le preguntó por qué se tomaba la enorme molestia de presentarse a las elecciones presidenciales con la triste ambición de no cambiar nada.

Algo parecido me pregunto cuando observo a líderes políticos que no puedo imaginar siendo menos felices en ninguna otra tarea. Con Iñigo Urkullu, por ejemplo, no dejo de pensar si estará tan enfadado con su país como parece, qué le hicimos en otra vida para que nos odie tanto en esta y qué podemos hacer para compensarle por el hecho de haber estropeado su política de recortes sanitarios con esta manía que nos ha dado por enfermar y hasta morir. A título personal, también le preguntaría si al lehendakari no le parece más sensato que nos gobierne alguien que no nos odie, pero igual son rarezas mías. No serían las únicas: también solía pensar que un alcalde es una persona que aspira a gobernar una ciudad, y está claro que me equivocaba.

El mejor ejemplo de que no siempre es así es Enrique Maya, que va a pasar a la historia por un estilo de liderazgo casi fascinante que combina la inacción más absoluta con episodios de pifias tan legendarias como conseguir nuevos atascos para la ciudad, convertir la ciudadela en una cuadra para caballos o intentar pagar dos veces por una pasarela con defectos graves de construcción. No sé qué le llevó a ser alcalde, pero no consigo imaginarme por qué querría este Midas foral seguir en un puesto que se niega a hacer bien y para el que parece negado. Sospecho que sería más feliz cruzando a caballo esa pasarela del demonio hasta hacerla caer y galopando lejos de Pamplona, que se libraría así de una infraestructura tan inútil como el último hombre en pasar por ella.

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