A ver, igual soy muy básica, pero para mí las fantasías sexuales son esas pelis mentales que ideamos para alimentar nuestra libido y para masturbarnos. Para recrearnos, porque nuestra sexualidad es algo precioso que nos hace ser lo que somos y que nos conecta, porque somos en relación a la gente, a la vida y al universo. Nadie es solo yo, no existe el solo yo, afortunadamente. Nuestras fantasías son únicas, porque son nuestras, pero a la vez se parecen a las de muchas otras circundantes porque compartimos un entorno cultural. Esto lo lleva analizando el feminismo hace tiempo ya. Si las identificadas como mujeres fantaseamos tanto con disfrutar siendo violadas es porque crecemos en un mundo donde será difícil que no acabemos siendo violadas, violadas de verdad y sin placer. Jugar a ser dominada o a dominar no es lo mismo que ejercerlo, y a la vez nos ayuda a gestionar tanta violencia real de le que no podemos librarnos. Nuestras fantasías se parecen al mundo en que crecimos irremediablemente, y al mismo tiempo, lo transcienden.

La actriz Gillian Anderson acaba de publicar un libro donde vuelven a recabarse fantasías sexuales de un montón de mujeres, pero ella ha decidido eliminar las que considera violentas. Porque claro, en este mundo de mierda nosotras debemos fantasear bonito, decente, dulce, suave, correcto. ¡Por mi coño moreno!

¡Atesoro tanta nostalgia del paleolítico no vivido, cuando no éramos patriarcales! Pero, qué hago. Sueño con orgías en cuevas, ¿con qué fantasearían sexualmente nuestras ancestras sin género ni amo en las cuevas? Qué porno más rico tenían que imaginar y que perpetrar... Orgías he vivido muchas, no en cuevas porque prefiero un colchón de látex o de arena. Y, mientras tanto, recomiendo tantísimo la última película de John Waters, traducida aquí como "Los sexoadictos", su legado político. Así se pronuncia este viejo sabio maricón: «doy gracias a Dios por haberme criado en la moral católica, donde el sexo es siempre algo sucio».