Algunas fuimos pequeñas en pueblos de la Ribera, yo por ejemplo. La Ribera de Navarra se describe mejor sola, pasead por sus calles un día de agosto. O de diciembre. En todos los pueblos hay gente marcada. Para bien o para mal. Cuya vida interesa y de la que se habla sin piedad ni pudor. Está casi todo inventado y los papeles se reparten como en “Amanece, que no es poco”: la puta, el borracho (está reñido), el médico, el cura, y los locos, el maricón, las bolleras (en mi pueblo en plural gracias a la Virgen del Romero). Entre los locos hay una que se lleva la palma, que no socializa con los otros locos, no es social su locura, no es un señor. La loca de los gatos. Mi favorita. Mi favorita indiscutible desde que tengo uso de razón. Cuando yo tenía 7 años ella tenía 40, era vecina de mi amiga M y la conocía de la calle. Siempre sentí una disrupción entre el relato y mi experiencia de ella. Yo todavía no entendía lo que quería decir loca y mucho menos lo que quería decir normal. Ahora sé que la norma es una fábrica violenta de seres excluidos y adaptados grises. La recuerdo con una energía tierna, amorosa e infantil. Desprendía ese miedo que tienen las niñas a las que no se les ha protegido nunca. Asustadiza, pero no esquiva, con una sonrisa abierta vacía de dientes dulce como ella sola y mucha tristeza subterránea. Siempre me provocó una sensación de confianza plena. Hubiéramos pasado el umbral de su puerta de haber tenido autorización de algún adulto. Y claro que lo pasamos (quien necesita permiso teniendo arrojo en la ternura) y éramos entonces tres niñas con grietas desconocidas que se encontraban en un lugar luminoso. Vivía con su madre y con sus gatos, claro. Desobedeció varios mandatos patriarcales y se le castigó por todos. Ahora sé que está cuidada después de muchas penurias. Iré a verla, le quiero abrazar y agradecer. Le diré que a veces una loca nos permite a las demás entendernos en un mundo que nos quiere cuerdas, pero de las que «atan». A la de los gatos y a las demás, os quiero mucho.