Dabid Lazkanoiturburu
Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea

Todo es efímero, menos la eterna crisis en Armenia

Las protestas de los últimos 12 días en Armenia se inscriben en la convulsa historia «democrática» de este pequeño pero estratégico país caucásico, a caballo entre la Rusia del nuevo zar Putin y la Turquía del sultán neotomano Erdogan.

La propia independencia de Armenia, una de las 15 repúblicas soviéticas, fue un proceso traumático enmarcado por la disolución de la URSS y por la guerra contra la vecina Azerbaiyan por el control del enclave armenio de Nagorno-Karabaj, un conflicto que dejó más de 30.000 muertos y cientos de miles de desplazados y que, tras el frágil alto el fuego patrocinado por Moscú en 1994, sigue latente y provoca enfrentamientos esporádicos pero recurrentes

Las crisis políticas y postelectorales son una constante en Armenia desde 1999, cuando un comando armado asaltó el parlamento matando al entonces primer ministro y a otros altos cargos. Nueve años más tarde, el veterano militar Serge Sarkissian alcanzó la presidencia del país en 2008 tras unas elecciones denunciadas como fraudulentas por la oposición, en el marco de unas protestas lideradas por su hoy rival Nikol Pachinian, y que se saldaron con una decena de muertos. 

Desde entonces, las denuncias de fraude han planeado sobre todas y cada una de las citas electorales que, hasta ayer, consolidaron como hombre fuerte a Sarkissian.

Sarkissian, quien desde que lideró a las milicias armenias en la guerra por Nagorno Karabaj ha protagonizado la política del país desde todos los cargos posibles -ministro de Interior, Defensa, de Seguridad Nacional y jefe de Gobierno, hasta asumir la presidencia en 2008- cometió el error de intentar, emulando a Putin, perpetuarse en el poder cuando en 2015 forzó una reforma constitucional que mutó el régimen presidencialista en una república parlamentaria con el objetivo de seguir al mando más allá de su segundo e último mandato, tal y como quedó evidenciado el pasado 17 de abril, cuando fue nombrado primer ministro plenipotenciario.

El intento de perpetuarse en el poder, en una lógica propia de los regímenes de Asia Central pero que es cada vez más evidente en el conjunto del espacio euroasiático que conforman también la propia Rusia y Bielorrusia, ha sido la gota que ha colmado el vaso. A la eterna crisis política se ha sumado una situación económica caótica.  

Totalmente dependiente de Moscú y víctima del bloqueo de Azerbaiyan y de Turquía, Armenia quedó noqueada tras el estallido en 2014  de la crisis económica en Rusia, provocada por la conjunción de las sanciones occidentales por la crisis de Ucrania y del desplome de los precios del crudo.  Así, la tasa de pobreza en Armenia alcanzó en 2016 al 29,8% de la población, por encima del 27,6% de 2008. El producto interior bruto por habitante no supera a día de hoy los 3.770 dólares, la misma cifra que hace diez años. La tasa de paro, sobre todo entre la juventud, es brutal. 

Todo ello ha propiciado la eclosión de la situación. Pero conviene no olvidar que Sarkissian nunca habría renunciado si soldados y veteranos de guerra no se hubieran sumado a las protestas saliendo a la calle. 

Tampoco parece, a primera vista y a tenor de los lemas de las manifestaciones, que, como ocurrió en Georgia o en Ucrania, la revuelta haya tenido un sesgo prooccidental o antiruso. Es cierto que Sarkissian nunca ocultó su querencia por Moscú, aunque hay que reconocerle su capacidad, casi única en la región, para no cortar los lazos con la Unión Europea y Occidente. 

Pero más allá de eventuales lecturas o utilizaciones geopolíticas a posteriori de la crisis, de lo que no cabe duda es de que ni Armenia es Rusia ni Sarkissian es Putin. Y es que, pese al déficit estructural y anacrónico de la economía rusa, esta se mantiene a flote e incluso da señales de mejora. Otro tanto cabe reseñar del inquilino del Kremlin, sobre quien pesan escasas, cuando no nulas, expectativas entre los que sueñan con removerle del poder.

Otra cosa es que Sarkissian no siga teniendo tirón electoral. Sin obviar denuncias de fraude, sus sucesivas victorias electorales en casi dos décadas evidencian un soporte popular incuestionable. Al punto de que no es descartable que volvería a ganar si se pudiera, o le dejaran presentarse. Lo que refleja un fenómeno político visible en el este de Europa, desde la Rusia de Putin hasta la Hungría de Viktor Orban. El de un voto en clave de orgullo patrio, rural pero no en clave peyorativa sino por contraposición a urbanita, y que busca refugio hacia el interior en un mundo complejo y globalizado que plantea más preguntas que respuestas.

 El de un voto, en definitiva, cautivo del poder  pero a la vez liberado o ajeno a todas las protestas protagonizadas por los sectores urbanitas que se puedan registrar o se registren en ciudades como Moscú o Erevan, San Petersburgo o Budapest...

 

 

 

 

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