De la misma forma que existe una especie de batalla en la sociedad entre la razón y la emoción, en cada uno de nosotros se libra una pequeña guerra entre actuar como pirata o hacerlo de acuerdo con las normas sociales, sean estas del ámbito que sean. ¿Qué personaje representa mejor la rebeldía, la libertad, la autonomía individual, el hedonismo, la alegría de vivir sin preocuparse de las consecuencias… que un pirata? La historia, seguramente, desmontaría esta idea, pero en el imaginario colectivo un pirata es el héroe capaz de enfrentarse al poder establecido. Y por eso nos gusta tanto esa imagen, sin darnos cuenta de la dualidad que arrastramos en nuestro interior.
En nuestra sociedad no hay oro que robar, pero tenemos plataformas globales de ficción, de música o de entretenimiento, con millones de usuarios, que generan beneficios indecentes. Nuestra alma de pirata nos pide rebelarnos y últimamente he leído más de una vez la llamada al pirateo. Parece que si decides, sumisamente, pagar tu cuota, no estás en la línea correcta. Pero, ¿la gente que crea música o ficción no tiene derecho a cobrar por su trabajo? Porque las plataformas son grandes empresas capitalistas sin las cuales muchos trabajadores / artistas no podrían sobrevivir. Es absurdo solidarizarnos ante las malas condiciones del trabajo creativo y no estar dispuestos a pagar por oír una canción o ver una serie.
Y, aún más importante, nos pasamos la vida pidiendo normas, o sea, políticas de intervención y control de las administraciones respecto a infinidad de temas: los desahucios, la violencia de género, la sobreexplotación de la naturaleza, la promoción del euskara o la gestión de los impuestos (de los que intentan evadirse muchas plataformas). Exigimos la protección del débil y que se persiga al pirata, al que se burla de la ley, porque la democracia, si busca la justicia y la igualdad, se tiene que proveer de normas universales. Y así vivimos. Un día somos piratas y al siguiente lo contrario.
