Parece ir contra corriente hablar del silencio cuando estamos sumergidos en la vorágine de las fiestas del verano, de los viajes turísticos, de las cervezas en las terrazas y, en general, del ruido. Una amiga me contó, emocionada, que había pasado unos días en un pueblo en la montaña y que la despertaban las golondrinas. Le parecía increíble. Solo nos damos cuenta del ruido en el que vivimos cuando estamos en un entorno silencioso.Sin embargo, hay mucha gente que no soporta el silencio. Conozco a más de una persona que no puede estar en casa si no tiene la televisión, por ejemplo, encendida como ruido de fondo. «Me hace mucha compañía», suelen decir estas personas. O sea que el silencio se asocia a la soledad. Socialmente, el silencio, o dicho de otra manera, la falta de ruido humano o tecnológico, se asocia a la falta de vida. Y vivimos tan inmersos en el ruido que dejamos de percibirlo. Se construyen casas al lado de las autopistas, los bares tienen televisión y música a la vez mientras que la clientela habla a gritos para entenderse, los restaurantes ponen música durante las comidas, las playas están llenas de chiringuitos ruidosos que impiden oír las olas y hasta el transporte público o las salas de espera de una consulta médica tienen hilo musical. Es como si existiera una confabulación social contra el silencio. Incluso en nuestro imaginario colectivo de izquierdas, siempre que se menciona el silencio, va seguido del adjetivo «cómplice». Tenemos poca tolerancia al silencio aunque, tradicionalmente, ha sido considerado un recurso espiritual de gran importancia por todas las grandes religiones y, hoy en día, es la base de terapias de moda, como la meditación, por ejemplo. Es verdad que el silencio puede ser un instrumento de represión, como sucedía en la antigua escuela. Pero para pensar e incluso para sentir, hace falta, nos es necesario. En sociedades como la nuestra, amar el silencio es una asignatura pendiente.