Las caras de un trabajo invisibilizado
Cada miércoles por la tarde, un grupo de trabajadoras del hogar se reúne en el centro cultural Kabigorri de Irun en el marco de una iniciativa impulsada por SOS Racismo Gipuzkoa. Es un punto de encuentro para compartir sus experiencias, informarse sobre sus derechos laborales y acompañarse en unos procesos vitales marcados por la migración, el duelo por la lejanía de sus familiares y, en muchos casos, el abuso por parte de sus empleadores. Invisibilizado históricamente, cuando no menospreciado, el trabajo del hogar y los cuidados son un pilar fundamental en nuestro modelo económico y social. Las voces aquí reunidas exigen que se reconozca y se dignifique.

Huele rico. Es una mezcla de fresas maduras, cítricos y algo que se antoja muy dulce, con toques de azúcar, canela y miel. La mesa luce tentadora, llena de frutas y sabrosos postres, algunos de ellos de origen latinoamericano. La cafetera aún no está al fuego, pero pronto se extenderá en la sala un intenso aroma que invita a tomar una taza para acompañar la conversación. Las mujeres citadas van llegando poco a poco, al ritmo que el trabajo les permite y, en muchos casos, exprimiendo las pocas horas libres que tienen. Pero el esfuerzo merece la pena; esas dos horas que cada miércoles dedican a reunirse y charlar son el oxígeno imprescindible para seguir adelante.
Ana, Aleyda, Dubi, Rebeca, Patricia, Rosanna, Yenifer, Janet y Luz son trabajadoras del hogar. Todas ellas vinieron de sus países buscando una oportunidad, movidas por diferentes razones. Pero el destino las ha unido en este centro cultural de Irun, en el que cada miércoles comparten experiencias. Marling Castillo es la dinamizadora de esta iniciativa de SOS Racismo Gipuzkoa. Tras formar un grupo en Errenteria, vieron la necesidad de hacerlo también en Irun, al ser una ciudad fronteriza donde hay mucha población migrante. «Hemos hecho estos grupos pensando siempre en tener ese espacio de encuentro entre trabajadoras del hogar, donde se sientan acogidas, que se sientan seguras, y que puedan venir a compartir y estar como en casa», explica Castillo. Entretanto, risas y saludos se cruzan con caras de cansancio. Es un momento de la semana muy esperado, por eso en las conversaciones veladas antes de comenzar la entrevista no se escuchan lamentos. Son mujeres curtidas, con muchas horas de trabajo a sus espaldas, no siempre en las condiciones que debieran, y aun así sobresalen las palabras de agradecimiento.
Cuidan de nuestros mayores, de nuestros niños y de nuestros hogares. En plena revolución de los cuidados, con un nivel de concienciación y teorización cada vez mayor, las trabajadoras del hogar, en su mayoría mujeres migrantes, siguen siendo el eslabón más débil de la cadena. El abuso por parte de empresas y empleadores, unido al camino que aún queda por recorrer en el reconocimiento de su labor, son algunas de las cuestiones que sustentan su opresión. «Nosotras hacemos el trabajo que ustedes no quieren hacer». Las cifras, en cualquier caso, auguran una necesidad cada vez mayor de cuidados profesionales.
Un estudio reciente de Oxfam Intermón basado en el Estado español indica que, según datos del INE, en 2022 la población de más de 65 años representaba el 20,1%. Las proyecciones para 2050 estiman que se alcanzaría un máximo del 30,4%. De mantenerse las tendencias actuales, la tasa de dependencia también alcanzaría en 2050 su máximo histórico con un 76,8%. Esto supondría que, dentro de 25 años, una cuarta parte de la población estaría sosteniendo los cuidados de las otras tres cuartas partes.
Antes de comenzar la entrevista, Castillo aprovecha un instante de silencio para recordar la movilización convocada para ese fin de semana por el movimento feminista contra la guerra y el capitalismo. También para denunciar las políticas migratorias y reivindicar la libre circulación. Ellas saben de lo que hablan, tras haber vivido sin papeles y con lo que ello supone a la hora de buscar un empleo. Deciden ir en grupo a la marcha, en la que también protestarán contra la violencia machista.
«Siéntense y charlemos», se escucha al fondo de la sala. Entre bombón y bombón -toca celebrar el Día de la Madre- vamos escarbando en sus historias personales, poniendo voz y cara a quienes sustentan una parte importantísima de nuestro ecosistema de cuidados.
LO QUE SE DEJA ATRÁS Y LO QUE SE ENCUENTRA
Rebeca Vargas es una de las primeras en animarse a hablar. Tiene 37 años y viajó de Nicaragua a Irun hace quince. Tiene que abandonar la quedada semanal un poco antes porque debe acudir de nuevo al trabajo, por lo que se apresura a narrarnos su experiencia. Abandonó su país con apenas 22 años, recién terminados sus estudios de Contaduría Pública y Finanzas. Allí tenía trabajo en un banco, al que entró como becaria. «Mi mejor amiga me entusiasmó y me vine para acá. Ella vino con una tía que llevaba tiempo aquí trabajando y le iba bien. En Nicaragua las cosas políticas y económicas estaban difíciles y me vine. A los 15 días encontré trabajo cuidando mayores», relata.
Actualmente lleva 13 años trabajando como interna. Ha dado saltos de un empleo a otro, siempre con mayores dependientes, a quienes ha acompañado hasta el final de sus vidas. «En el primer trabajo me pegó muy fuerte su fallecimiento porque convivía con ella día y noche durante ocho años», explica. El principio lo recuerda como un choque de trenes y un contexto de muchos cambios para ambas partes que requiere de un periodo de adaptación. «Era una señora con mucho carácter y al principio fue muy difícil, yo tenía 22 años recién cumplidos, vienes de tu casa... y todo es nuevo. Otro tipo de vida, cuidando mayores... Allí cuidamos a nuestros mayores, pero de otra manera», reflexiona. No solo se trata de la dureza de este trabajo, de la relación entre cuidador y cuidado, también del momento personal que viven estas trabajadoras. Muchas de ellas viven al mismo tiempo un duelo migratorio por todo lo que dejaron atrás.
La parte emocional y sentimental se refleja en las palabras de todas ellas. La dureza de sus condiciones de vida, en muchos casos con todas sus familias lejos, no las exime de una gran dedicación en su labor. Se generan lazos, surge el cariño... Son protagonistas de un proceso vital que no es sencillo ni para quien cuida ni para quien es cuidado. Patricia Terrazas, boliviana de 58 años, explica cómo vive ella esta situación. «Una se encariña mucho, pero al final llega la etapa en la que se van. Cada hogar es distinto y es diferente el trato que le dan a uno, el cuidado. Hay que adaptarse a cada trabajo que sale».
En Bolivia, Terrazas era modista y tenía su propio taller. «Mis sobrinas vinieron a España en busca de algo mejor, como todas, y me vine aquí. Me recibió mi sobrina, pero yo lo que quería era trabajar porque yo tenía a mis tres hijos en Bolivia», relata. Al final, consiguió un trabajo en un taller de costura en el que, apostilla, le pagaron «una porquería» por su condición de sin-papeles.
«Ahora estoy como externa cuidando a un abuelo. Me cansé de estar como interna porque descuidé mucho a mi familia. ‘Se acabó’, dije». Denuncia la falta de conciencia social en torno al trabajo que desempeñan y critica la doble moral de muchos empleadores. «No nos valoran. Una amiga siempre decía: ‘mi jefe me quiere’. Y otra le respondía: ‘tu jefe no te quiere, te necesita’».
NI RECONOCIDO NI DIGNIFICADO
Las expectativas de construir una vida mejor, la esperanza de ofrecer un proyecto sólido a sus familiares o la necesidad de huir de un contexto de crisis son los motivos que empujaron a estas mujeres a emigrar. Lejos de los estigmas que infravaloran a las personas migrantes, la mayoría tiene sus estudios y contaban con un empleo que dejaron atrás para darse una nueva oportunidad. Sabían que lo que se encontrarían no sería fácil. Gilesa Janet Flores tiene 55 años y llegó de Perú. Se encuentra en un momento físico y emocional complicado. La salud mental es una de las grandes olvidadas cuando hablamos de ellas. El informe de Oxfam, citado anteriormente, advierte de que el de las trabajadoras del hogar es un sector sobremedicado. «Un 29,8% de las trabajadoras encuestadas afirmaron consumir psicofármacos de manera regular y un 74%, analgésicos y calmantes para el dolor».
Flores reconoce que se ha llevado algún disgusto que otro por el trato recibido. «Por mi experiencia, cuando conseguí los papeles esperaba que mis empleadores mejoraran mis condiciones, pero no fue así. A pesar de conocerme y de saber cómo trabajo, de haber estado tiempo trabajando ilegalmente para ellos. Nunca he tenido malos tratos y siempre se me han abierto las puertas, me han recomendado... pero las condiciones no siempre han sido buenas», lamenta.
Cree que la sociedad es consciente de esta realidad, «pero lo justo». Y añade que, aunque muchas veces no se les de importancia, cada pequeño detalle puede dejar una huella honda: «A la gente mayor con la que yo he trabajado le costaba aceptar mis rasgos, mis orígenes, incluso mi forma de hablar». «La chica», repite con saña, en relación a cómo la presentaba una de sus empleadoras en público. «Me molestaba».
Vargas afirma que, en su caso, desde el principio le facilitaron los trámites para hacer todos los papeles. «En ese aspecto he tenido suerte, han sido humanos y honestos». Dice no haberse sentido rechazada o discriminada, pero recalca que no en todos los casos es así. «Otras compañeras sí que han tenido ese trato, incluso de no darles una alimentación adecuada, sin respetar sus horas de trabajo y sus horas libres. Hay muchas negligencias. Hay muchas inseguridades para nosotras. Nos prometen una cosa y luego te encuentras con otra. Eso no es sano y, si no tienes papeles, no puedes reclamar... Juegan con ese chantaje, porque muchas veces esa persona tiene deudas, tiene que mandar dinero a su familia... y siguen hasta que encuentran otro trabajo», precisa.
En el otro extremo de la sala, Luz Deyanira González escucha atenta y esquiva la mirada, como si algo la retuviera, pero finalmente se anima a hablar. Nos explica que lleva un año y tres meses en Irun, de ahí su recelo a expresarse. Acaba de empezar a trabajar, en la limpieza y como externa cuidando a una mujer mayor. En Colombia trabajaba en una oficina como contable y también hizo una carrera de salud ocupacional. Su último trabajo allí fue en un colegio, en la guardería.
Apunta que vino a Euskal Herria por su pareja, que llevaba ya unos años aquí. «Trabajo sin papeles, me aceptaron así», señala. El trato en el hogar en el que trabaja es bueno, según incide, cosa que no ocurre en la empresa de limpieza. «Estoy al borde de la esclavitud. No me gusta divulgar eso porque una acepta el trabajo por necesidad y por la oportunidad que le dan de trabajar sin papeles, pero creo que no puedo más. Ellos son muy radicales en sus decisiones: aceptas o no», sentencia.
LO QUE SE ESCONDE TRAS LAS PAREDES DE LA CASA
La alerta de Luz sobre sus condiciones en la empresa de limpieza es la única denuncia expresa que escuchamos durante el encuentro. En un comienzo nos sorprende, aunque enseguida comprendemos el porqué. La presencia de un medio de comunicación en un entorno en el que la confianza y la red entre ellas son los pilares fundamentales, el miedo a hacer pública una situación de vulneración de derechos que pueda ponerlas en peligro... La encuesta realizada por Oxfam también aporta datos esclarecedores al respecto: el 21,5% de las trabajadoras indicaron haber vivido algún tipo de violencia en el trabajo y un 40,5% conocía algún caso cercano. Detalla, además, que las violencias vividas con mayor prevalencia son el exceso de control, las faltas de respeto, insultos y discriminación racista y/o sexista, el impago de salarios, las proposiciones sexuales, la violencia física y los tocamientos.
Hablamos de ello con Castillo, que nos relata su experiencia como dinamizadora del grupo desde hace tres años. La base principal de su trabajo es la asesoría laboral porque es una necesidad que se ha detectado desde hace más de diez años a través de la asesoría de extranjería. «Cuando llegan las trabajadoras empiezan a contar su panorama y vimos una necesidad de informarlas sobre sus derechos», explica.
Al hilo de esta cuestión, nos habla de otro proyecto que está enfocado en la creación de una bolsa de empleo pública en la comarca de Oarsoaldea y que se pretende también que se pueda aplicar en otras zonas comarcales que estén interesadas en ello. Es una iniciativa que todavía se está gestando, en alianza con la UPV-EHU, la Universidad de Deusto y la agencia comarcal de Oarsoaldea, y que busca otra organización y gestión de los trabajos de cuidado y del hogar. La filosofía es abogar por un sistema que garantice cuidados dignos y empleos dignos.
Y es que dignificar el trabajo del hogar y los cuidados es una demanda urgente, y si bien el discurso está empezando a calar en la sociedad gracias a la movilización de las trabajadoras, de organizaciones sociales y del feminismo, aún queda camino por recorrer. Castillo lo sabe de primera mano. «En los grupos siempre estamos detectando casos», advierte. Suelen ser casos relacionados con las condiciones laborales y también vulneraciones de otra índole. «En algunos casos hemos detectado mujeres víctimas de maltrato. Esos casos los vamos derivando a la casa de la mujer para atención psicológica. También detectamos mujeres o trabajadoras que están con depresión. Les damos un trato más personalizado. Acompañamiento, hacerles una llamada... Nuestro trabajo no se limita a un horario de trabajo, los grupos de café no son dos horas las que estamos, sino que nos quedamos más allá de estas horas con las trabajadoras, el tiempo que necesiten».
Ante este relato es inevitable pensar cuántas situaciones así se darán tras las cuatro paredes de las casas a las que estas trabajadoras acuden, en muchos casos donde también viven. «El domicilio es un espacio cerrado y opaco. La Inspección de Trabajo no puede entrar a un domicilio a inspeccionar las condiciones laborales de una trabajadora», alerta Castillo.
Muchas veces son casos que no los expresan verbalmente, pero que sí se reflejan en las actitudes de las empleadas. «Nosotros estamos observando y luego vamos acercándonos a esa persona. Y, a partir de ahí, digamos que se va generando un círculo de confianza donde se pueda expresar. A medida que se va cogiendo confianza, ya van contando sus problemáticas», indica.
El caso más reciente que le ha llegado es el de una trabajadora a la que le han dado la baja por estar en una situación bastante complicada en el trabajo. «Entró en depresión. Aparte, ha sufrido operaciones complicadas. No podía ni expresarse y cuando decidió reclamar sus derechos laborales, la familia, como de costumbre, te habla de lo buenos que han sido y lo que han hecho por ella. Pero nunca se ponen en la piel de esta trabajadora», denuncia.
Sumarse al grupo de café le ha ayudado a sentirse mejor, acompañada y más segura. «Al principio solo lloraba. Hoy en día lo habla naturalmente, va saliendo poco a poco de ese proceso», menciona Castillo, resignada por el maltrato psicológico y verbal que sufren muchas trabajadoras. En Irun, otra de las trabajadoras del grupo sufre este tipo de agresión en su trabajo. Castillo nos habla del miedo de las trabajadoras, en concreto el temor a perder su trabajo. «Dependiendo de las necesidades que tenga esa trabajadora en su país de origen, pues no se atreven [a denunciar]. O también las amenazas constantes de que te voy a denunciar para que te echen del país. Esos miedos», apostilla.
En medio de tanta fragilidad y falta de protección, insiste en una idea que debe profundizar la sociedad. «El trabajo del hogar no es un acto caritativo, es un servicio que está prestando una trabajadora. Por lo tanto, tú eres empleador y tienes que pagar como dicta la ley. Aunque tú no lo entiendas o no lo quieres entender, tú eres una pequeña empresa que tiene contratada a una persona en su casa», sostiene.
En nuestra charla con las trabajadoras reunidas en Irun, mencionaban una y otra vez los lazos que se generan entre cuidadora y persona cuidada. Asumiendo que esto es así y sin restarle humanidad, Castillo no puede evitar hacer un apunte. «Eres una trabajadora, no eres parte de la familia. Es una trabajadora y la trabajadora también tiene que ser consciente. No es que sean buenos. Es que te tienen que considerar parte trabajadora y te tienen que respetar. No es la bondad, no hay caridad. Es un trabajo, es un servicio que se está prestando en un domicilio».
UN RENACER EN COMUNIDAD
Se aproximan las 18:30, hora de recoger la merienda y terminar la cita semanal. Miran el reloj y deciden apurar un último café, están a gusto. Marling acaricia los hombros de una mujer que aún no se nos ha presentado. Se llama Lourdes Avilés, tiene 67 años y es de Honduras. Parece algo desconsolada y nos cuenta el motivo. Lleva 24 años en Irun y está a punto de jubilarse, cosa que la entristece, como ella misma nos confiesa. El resto de compañeras bromea y la felicita por el cercano descanso tras tantos años de sacrificio.
Pero lo que apena a Avilés no es tanto el hecho de dejar de trabajar, aunque también siente pena por dejar a los ancianos que cuida a domicilio a través de una empresa. «Esto es otra etapa de mi vida. A la edad que yo tengo, esta etapa es muy pesada porque sé lo que me va a venir. Son muchos años de trabajo con ancianos, tristes, solos... Yo no quiero caer ahí. He sido una mujer fuerte, de carácter, pero me he venido abajo, no creas. Ahora voy a disfrutar lo que me queda de vida», explica. Y subraya una y otra vez: «lo que me queda».
El tiempo también se agota para la reunión. La pereza tira de ellas en la despedida, pero la próxima semana volverán a encontrarse. Todas destacan la importancia de este espacio en el que hablan, ríen, lloran, bailan... «Aquí hablamos de cómo nos sentimos, de nuestros familiares... formamos como una hermandad. Tenemos el mismo objetivo: respetar nuestros derechos, luchar por nosotras, ser unas mujeres fuertes. Esto nos da más fuerzas para seguir adelante», dice Vargas. «Para mí ha sido como renacer», agrega Flores.
Llega el momento de bajar la persiana de Kabigorri. Nos despedimos con afecto y nos invitan a volver en unas semanas a una fiesta de cumpleaños. Sonrisas cruzadas ponen fin a este ratito de distracción y aprendizaje colectivo, deben regresar a sus trabajos, a la lucha diaria.
Hoy, sin embargo, es domingo, día de descanso, e irán todas juntas a caminar.
Duin zaindu nahi dutenen elkargunea
Gipuzkoako SOS Arrazakeriaren ekimenez, etxeko langileen talde bat Irungo Kabigorri elkartean biltzen da asteazkenero. Helburua haien esperientziak partekatzea da, baita dituzten lan eskubideen inguruko informazioa jasotzea ere. Emakume migratuak dira ia denak, ezkutuan mantendu den lana aitortua izan dadin eskatzen dute. Baldintza duinak, zaintzaileak ere zaindu behar ditugulako.

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