Hiroshima: un alegato punzante a la paz y al desarme nuclear
El 6 y 9 de agosto se conmemoran 80 años del bombardeo atómico de los Estados Unidos sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Con el paso del tiempo, los hibakusha, supervivientes de aquel horror que condujo al fin de la II Guerra Mundial, van rompiendo el silencio para defender la cultura de la paz y exigir el fin de las armas nucleares.

Habíamos terminado nuestra asamblea matinal en el patio del colegio y estábamos a punto de salir. De repente, vi un bombardero B-29 y un resplandor azul me cerró los ojos por un instante. No pude gritar ni mover mi cuerpo. Quedé enterrada entre los escombros del edificio y, aunque pedí ayuda, tardaron muchas horas en rescatarme». El relato de una hibakusha estremece y hiela la sangre a los visitantes que recorren las distintas salas del Museo Memorial de la Paz de Hiroshima, el centro que condensa la mayor información recopilada sobre lo ocurrido el 6 de agosto de 1945 en la ciudad del sur de Japón.
Eran las 08:15 de aquel fatídico día cuando el bombardero Enola Gay soltaba sobre la hermosa población una bomba de uranio-235 -apodada “Little Boy” por los aviadores yanquis-, causando la muerte instantánea a decenas de miles de personas, mientras otros miles sucumbían los días siguientes a causa de las terribles quemaduras que sufrieron.
Agustín Rivera no dudó en acudir al Museo Memorial en 1995, cuando se instaló en Japón para ejercer de corresponsal para el “Diario 16”. «Durante el primer curso de periodismo en la Pontificia de Salamanca, leí el libro “Japón, más allá del vídeo y las geishas”, de Ramon Vilaró, a la vez que empecé a salir con una chica japonesa, con la cual estuve siete años». Esa coincidencia, sumado a su afición por los dibujos animados “Mazinger Z”, referente cultural de la factoría nipona, le empujaron a viajar al país asiático, del cual el escritor Manu Leguineche le recomendó que se sumergiera en las historias de Hiroshima y Nagasaki.
De la placidez a la lluvia negra
La estancia de Rivera en ambas ciudades, a las cuales volvió en 2001 y 2012 para continuar con su tarea periodística, queda reflejada en “Hiroshima: testimonios de los últimos supervivientes” (Kailas Editorial), un ensayo que pone rostro y voz a los hibakusha, víctimas de un episodio clave para entender nuestra historia contemporánea.
A través de entrevistas, y un retablo de imágenes de la fotógrafa Toñi Guerrero, el libro muestra cómo sus vivencias siguen latentes en sus miradas, rasguños y unos relatos que, atravesados por el dolor y una bondad admirable, constituyen una cartografía de lo que supuso el lanzamiento de las bombas atómicas.

Si en Hiroshima la explosión generó una ola de calor de más de 4.000 °C, provocando la muerte de más de 50.000 personas y la destrucción de toda la arquitectura situada en un radio de 10 km², en Nagasaki la bomba dejó entre 30.000 y 48.000 víctimas y el derrumbamiento de escuelas, iglesias, hogares y hospitales ubicados en un área de 7,7 km². Se calcula que ambas ciudades quedaron devastadas en un 50%, dibujando un panorama repleto de ruinas y cuerpos inertes en medio de las calles.
Se da la circunstancia de que, al inicio de la II Guerra Mundial, la vida en Hiroshima era plácida y tranquila. Las primeras industrias convivían con un abanico de comercios que atraían a las familias de los pueblos colindantes, que se adentraban en la ciudad buscando alimentos y otros productos de primera necesidad. Mientras, ajenos al conflicto bélico, los estudiantes memorizaban libros de texto donde se repetían palabras como “flor”, “paloma”, “paraguas”, “sombrilla de papel”, “gorrión” y otras que describían un entorno apreciado por su gran belleza natural.
Pero, de un día a otro, esa realidad quedó sepultada bajo una lluvia negra, de la cual emergió un retrato dantesco. «El olor a carne humana es imposible describir con palabras. A pesar de que el sol brillaba con fuerza, nadie sudaba ni una gota, pues la explosión desató una temperatura que secó el aire y a la misma gente». Así lo recuerda Mori-san, que entonces estudiaba tercer grado en la Escuela de Formación Profesional para Niñas de Hiroshima (actual Universidad de la Prefectura).

El testimonio de Mori-san figura entre los más llamativos del libro de Agustín Rivera, lo que nos permite adentrarnos en la cotidianidad de los habitantes de Hiroshima. «Me interesaba conocer el factor humano y los detalles que daban sentido a unas personas que, de la noche a la mañana, vieron abruptamente truncadas sus vidas». A Mori-san le empezaron a salir manchas moradas en la piel, lesiones en los tejidos y tuvo largos períodos de fiebre. «Tras ingresar en el hospital de Okayama, el médico me diagnosticó la enfermedad de la bomba atómica, de la cual muchas víctimas no sobrevivieron; pero yo fui de las afortunadas». También Shinji Mikamo, otra superviviente de Hiroshima, recuerda las náuseas, vómitos y sangrados que le causó la radiación. «Sentí un dolor punzante que se extendía por todo el cuerpo. Fue como si un balde de agua hirviendo cayera sobre mí y me restregara la piel».
En torno a las secuelas que dejó la bomba atómica, Rivera señala que, en los cinco años posteriores a los ataques, tanto en Hiroshima como en Nagasaki se dispararon los casos de leucemia, cataratas y los cánceres de tiroides, senos y pulmón, además de trastornos de salud mental en quienes habían presenciado escenas atroces o perdido a sus seres queridos.

Entre el rubor y la palabra
Otra voz relevante de Hiroshima es Suzuko Numata, que sobrevivió al encontrarse a un kilómetro del hipocentro de la explosión, si bien quedó enterrada bajo los escombros de las oficinas donde trabajaba y, a causa del humo blanco que respiró, se le infectó la herida que le había destrozado una pierna. «La tenía llena de sangre y pus, cortada como si fuera un rábano en rodajas, de ahí que me la apuntaran». En marzo de 1947, tras un año y medio hospitalizada, pudo volver a casa y empezar una nueva vida.
Numata pertenece a las hibakusha que no han ofrecido su testimonio hasta bien entrada la vejez. Ella lo hizo con setenta y dos años. «Después de trabajar como maestra en varios colegios, visité el Museo Memorial de la Paz y allí me di cuenta de que ignoraba muchos aspectos sobre el papel que Japón había jugado durante el conflicto militar y la necesidad de trasladar a los jóvenes lo sucedido en Hiroshima».
Su gesto contribuyó a romper la imagen que aún se tiene de los supervivientes, a los cuales el Gobierno no prestó ninguna ayuda hasta 1957. «Somos 145.000 en todo el país y solo cuando tomamos la iniciativa, el Gobierno empezó a hacernos caso». Además de una revisión médica gratuita, disponen de una prestación que varía según el estado de la enfermedad, aunque nunca supera los 100.000 yenes (cerca de 700 euros). Una ayuda que únicamente reciben los supervivientes que rondan los 85 o 90 años; a los hibakusha de segunda generación, que oscilan entre los 50 y 60 años, se les ha denegado. «Mis hijas Hikaru y Nodoka no reciben ningún tipo de apoyo, pese a haber contraído alergias y otras dolencias derivadas de la bomba atómica, como tampoco se han adoptado medidas para la tercera generación, formada por jóvenes que hoy tienen de 20 a 30 años».

Pese a todo, el sentimiento de culpa y humillación que arrastran va desapareciendo con el paso del tiempo. Así ha ocurrido con Numata que, de querer suicidarse por el temor a no casarse, llegó a presidir el Instituto de la Amistad de Hiroshima, una de las entidades que facilita a los hibakusha el espacio necesario para compartir su experiencia y exigir la eliminación de las armas nucleares.
Lo mismo le ha ocurrido a Yasujiro Tanaka, superviviente de la bomba atómica de Nagasaki. Durante décadas guardó un hermético silencio, hasta el punto de enojarse cuando alguien le preguntaba si era hibakusha. Pero una anécdota imprevista le cambió la perspectiva para siempre. «En abril de 2005, me puse a conversar con un chico que venía de visitar el Museo de la Paz de la ciudad y, cuando me preguntó por qué se cometió esa barbarie, fui incapaz de responderle».
Para Tanaka, que perdió a su madre y a su hermana por enfermedades del riñón y sigue teniendo problemas de piel y sordera, dicha charla le supuso una catarsis personal. Aparcó el miedo y la vergüenza acumulada y, al cabo de un tiempo, aprovechó que el Ayuntamiento de Nagasaki abrió una convocatoria para entrar a trabajar como guía del Museo. «Siento un enorme orgullo de servir al público y desarrollar actividades en las cuales transmito el compromiso de Nagasaki con el desarme nuclear».
Gernika: un espejo para la resiliencia
Contar lo vivido ha ayudado a muchos hibakusha a canalizar la angustia que les atrapaba. Pero no solo eso. Un nombre importante ha recurrido a la creación artística, como es el caso de Tanaka Toshiko, de Hiroshima. A sus 85 años, elabora piezas y esculturas con esmalte, donde combina el azul del cielo con trazos grises que, de forma subliminal, simbolizan el hongo de la bomba atómica.
También ella sobrevivió a la explosión. Vivía en una pequeña localidad situada a las afueras de la ciudad, aunque sus lesiones tampoco no fueron menores: le salieron ampollas y el polvo de la radiación entró en sus pulmones, provocándole agotamiento físico y una cantidad anormal de leucocitos durante toda la adolescencia.
Para Toshiko, el esmalte ha sido su terapia frente a un sufrimiento que, ya en la edad adulta, se ha visto agravado por fracturas óseas, trastornos psicológicos y otras secuelas que le han privado de narrar su vivencia hasta hace pocos años. «También algunas víctimas se han refugiado en la religión sintoísta, budista o católica o han optado por cobijarse en su propia familia, de la cual han encontrado el afecto que no percibían en su entorno social o laboral», afirma Agustín Rivera, para quien, sea cual sea la vía que han escogido, la salvación de la mayoría ha sido cultivar la paz interior. «En lugar de cronificarse en el dolor y abundar en la tragedia, buscan mirar el futuro con esperanza y, en la medida de lo posible, se implican en iniciativas en favor de la paz y contra la proliferación de armas nucleares».

Tanaka Toshiko suele participar en el Peace Boat (Barco de la paz), la iniciativa surgida bajo el epígrafe “Viaje Global para un Mundo Libre de Armas Nucleares” que, desde su creación en 2008, ha llevado a doscientos hibakusha a recorrer un centenar de ciudades de más de 60 países para exigir el fin de los arsenales atómicos.
Algunos de estos hombres y mujeres también han estado varias veces en Gernika, ciudad hermanada con Hiroshima, que en 2018 plantó el “Ginkgo Biloba”, el único árbol que sobrevivió a la bomba atómica y de la cual se tomó una rama de un antiguo templo budista para, tras crecer, ser colocarlo en el Parque Europa.
Desde entonces, y en un gesto recíproco, escolares de la ciudad japonesa conmemoran el aniversario de la tragedia pintando una reproducción del “Guernica” de Pablo Picasso, que de esta forma se ha erigido en un símbolo del deseo compartido de ambos pueblos para alcanzar la paz y terminar con las armas nucleares.
Lamentablemente, esta demanda parece lejos de ser asumida por las potencias mundiales. Prueba de ello es que ni el expresidente norteamericano Barack Obama, ni tampoco su sucesor, Joe Biden, que en mayo 2023 asistió a la 49ª cumbre del G7 que se celebró en Hiroshima, no han pedido perdón a los hibakusha; «y como es de prever, tampoco lo hará Donald Trump», afirma Rivera.
Mientras tanto, Japón continúa haciendo su vida a paso lento, como bien describe la película “Perfect Day” donde, tras la aparente monotonía de sus habitantes, se desprende la voluntad colectiva de hacer las cosas bien para el bienestar común. Esta forma también caracteriza a los supervivientes de las bombas atómicas que, sin apenas ruido, buscan su espacio propio en los centros educativos y otros ámbitos de la sociedad. Así es como van tejiendo una memoria que, según Agustín Rivera, corre el riesgo de diluirse a causa de la vorágine consumista que cautiva y nubla a los jóvenes y a las mismas autoridades públicas. «Sería una lástima que esta memoria, que la guerra de Ucrania y lo que sucede en Gaza han vuelto a poner encima de la mesa, desapareciera, porque, al fin y al cabo, los hibakusha podrían ser cada uno de nosotros».

Agustín Rivera, escritor y periodista: «Japón es un ejemplo de cómo sobreponerse a una gran tragedia»
¿Cómo se acercó a los hibakusha (supervivientes) de Hiroshima y Nagasaki? Fue complicado, pues la sociedad nipona aún arrastra cierto complejo por las atrocidades que su Ejército cometió a principios del siglo XX en Asia y la creencia que, sin los ataques a Pearl Harbor en diciembre de 1941, no hubieran caído las bombas atómicas.
En su libro habla del estigma que aún padecen. ¿En qué se percibe? Se da a varios niveles. Tienen problemas para socializarse, encontrar trabajo o, a causa de su aspecto físico, establecer relaciones debido al rumor de que transmiten enfermedades. La mirada sobre ellos ha cambiado, pero continúa circulando la idea de que casarse con alguien que sufrió la radiación provoca que tus hijos nazcan con deformaciones. Esto les ha hecho vivir con baja autoestima y un sentimiento de culpa.
De todas formas, a diferencia de las víctimas de otros contextos, no expresan ni un ápice de odio ni rencor. ¿A qué lo atribuye? Influye la capacidad de resiliencia que tiene el pueblo japonés, para el cual lo importante es mirar hacia delante y no recrearse en la tragedia. Una resiliencia que tiene una vertiente práctica; no olvidemos que los Estados Unidos conservan muchos intereses económicos y militares a la zona. Aún y con eso, Japón es un ejemplo de cómo sobreponerse a una tragedia de esa magnitud. Lo demostró también en 1995 ante el terremoto de Kobe y el atentado con gas sarín en el metro de Tokio, o el 2011, a raíz del tsunami que provocó el accidente nuclear en Fukushima.
¿Eso explica que se considere a Japón el país de los cuidados? Sin duda. El Wa (armonía) y todo lo relacionado con la suavidad, la serenidad y moderación, está muy presente, igual que el mandamiento “No molestar”. No se concibe gritar ni hablar alto en los sitios públicos, hay un gran culto a la disciplina y un enorme respeto a las personas mayores y a la propia naturaleza. Parece que vivan en el siglo XX, pues en algunos aspectos están más avanzados que el resto de las sociedades.
¿No existe el riesgo de que el capitalismo desaforado, que empuja al individualismo y a la cultura del consumo, lleve a los jóvenes a descuidar este pasado? Cabe esta posibilidad, ya que entre la juventud y las mismas instituciones se tiende a arrinconar el horror de Hiroshima y Nagasaki. Y es una pena, pues se trata de una memoria que, lejos de ser rencorosa, tiene la virtud de llevar consigo el anhelo de paz a los descendientes y al conjunto de la población. Hay que encontrar espacios donde mantenerla viva, y en ese sentido, las efemérides son una gran oportunidad.
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