Pablo L. Orosa
EL APARTHEID ROHINGYA

El apartheid rohingya

Apátridas. Parias. La minoría musulmana rohingya, una de las más perseguidas del mundo según la ONU, malvive confinada en campos como el de Thay Chaung, al oeste de Birmania. Sin libertades ni derechos, más de 125.000 rohingyas son víctimas del apartheid impuesto desde 2012 por la mayoría arakan y los radicales budistas. Esta es su historia. La historia de un genocidio.

A Nour Alam le gusta mirar al cielo justo en ese momento, al alborear el día, en el que un azul refulgente se apodera de las aguas mansas de la bahía de Bengala. Por un instante, Nour Alam sueña que es un hombre libre. Que el gueto en el que su familia malvive desde el 23 de octubre de 2012 nunca ha existido. Que un día los rohingya podrán traspasar la barrera policial que los confina a morir de hambre y tuberculosis. A morir de desesperanza. Hoy no es ese día. Hoy solo es otro día más en los campos de Thay Chaung.


Son poco más de las 10 de la mañana y el sol abrasa las capturas de caballa, cangrejo y atún que se consumen sobre los raídos puestos del mercado local. Los pescadores negocian a la baja con los comerciantes arakan que han recorrido los poco más de cuatro kilómetros que separan Sittwe de la lonja. Los precios han caído hasta un 30% desde los enfrentamientos de 2012. En el dispensario, una mujer suplica ayuda para su hijo. Parece mayor de lo que en realidad es. El cansancio de su rostro, retraído sobre los pómulos, le suma al menos una década. Por momentos, el bullicio se apodera de las conversaciones: los niños juegan al pilla-pilla bajo los longyi de sus padres; un grupo de hombres se afana en transportar un viejo sofá, mientras los jóvenes se retan a la carrera hasta el Old Bridge.


En Thay Chaung viven aproximadamente 8.000 personas, pero al menos otras 10.000 lo hacen en los campos de desplazados de los alrededores. Nadie sabe con exactitud su número. Tras la oleada de violencia religiosa de hace tres años, miles de rohingya se refugiaron en la zona. Al principio eran registrados, pero pronto la situación se desbordó. Hoy, «la comunidad rohingya continúa sufriendo una discriminación sistemática que incluye restricciones a la libertad de movimiento, acceso a la tierra, comida, agua, educación y asistencia médica, así como limitaciones en los matrimonios y en el registro de nacimientos. Las violaciones de los derechos humanos sufridas por los rohingya incluyen ejecuciones sumarias, desapariciones forzosas, torturas, trabajos forzados, así como violaciones y otras formas de violencia sexual», asegura en uno de sus últimos informes la enviada especial de la ONU a Myanmar, Yanghee Lee.


Nour Alam llegó a Thay Chaung el 23 de octubre de 2012. La noche anterior, una turba de hombres de la mayoría arakan y de monjes budistas había prendido fuego a su casa en el número 11 del barrio de Ragan, en Sittwe. Algunos de los sayones eran sus propios vecinos. Nour Alam no les guarda rencor. «Hasta entonces no habíamos tenido ningún problema, ha sido el Gobierno el que ha incitado el odio contra los musulmanes».


«Estamos condenados a morir aquí». En Thay Chaung los prados están secos casi todo el año. Sin las lluvias del verano, la dehesa es ya una planicie térrea en la que una reducida cabaña de ganado huesudo busca un último pasto. Apenas algunos huertos con lechugas y verduras autóctonas alivian el paisaje pajizo. La vía del tren atraviesa la llanura separando las distintas barriadas del campo: los que llegaron en 2012, el distrito de las familias, y el de los no registrados. Los olvidados de los olvidados. Dos niños corren descalzos sobre los raíles. Avanzan con pasos cortos y fugaces, sin mirar al suelo. La carrera concluye junto a un puesto de control policial. Un check-point frontera junto a la universidad de Sittwe. Durante las horas en las que los estudiantes rakhine (históricamente llamados arakan) usan la carreta principal para acudir a sus clases, los rohingya no pueden adentrarse. Todos los jóvenes de la comunidad han abandonado sus estudios.


Las políticas impuestas por la dictadura birmana contra los rohingya a lo largo de los últimos 50 años, agravadas tras los enfrentamientos de 2012, recuerdan, e incluso sobrepasan, al apartheid sudafricano. Considerados inmigrantes bengalíes por las autoridades, al menos 810.000 rohingya no tienen consideración de ciudadanos: carecen de libertad de movimientos, de acceso a los servicios públicos y sus derechos fundamentales están suspendidos.


Desde 2005, el Gobierno mantiene una estricta política de dos hijos por familia en algunas localidades rohingya para controlar su crecimiento demográfico. Asimismo, según los documentos obtenidos por la ONG Fortify Rights, las parejas de esta minoría deben recibir la autorización de las autoridades para casarse. «La solicitud requiere una fotografía en la que el hombre debe aparecer limpiamente afeitado, un requisito que choca con sus costumbres religiosas. Las mujeres deben ser fotografiadas sin hijab o velo, lo que también va en contra de las prácticas religiosas comunes. Además, las autoridades suelen pedir pagos extraoficiales –de hasta 100 dólares– para otorgar estos permisos matrimoniales», señala la ONG en su informe.


«Estamos condenados a vivir aquí y a morir aquí», asegura Abdu Bakhin. Este hombre de 43 años es el líder de la comunidad kaman, una minoría musulmana sí reconocida por el Ejecutivo birmano, en los campos de Thay Chaung. Abdu Bakhin es, además, uno de los pescadores más considerados de la bahía de Bengala. «Era dueño de un barco y con eso podía alimentar bien a familia. Incluso tenía empleados rakhine, pero después de lo ocurrido en 2012 no he vuelto a tener contacto con ellos». Ahora vive con su mujer, sus dos hijos adolescentes y su hijo varón en un pequeño bohío al este del campo. Esta mañana el pequeño, de unos 8 años, no para de llorar. Sus hermanas lo abrazan y le ofrecen algo de comer. Él lo rechaza con un gesto y vuelve a gritar. Quiere incorporarse, pero carece de fuerza. Los músculos de su gemelo izquierdo están deformados a causa de la desnutrición. «Aquí no podemos atenderlo», se lamenta su padre.


Emergencia humanitaria. La cobertura sanitaria en el campo está restringida a una clínica de atención básica abierta gracias a la presión de las ONG internacionales. Solo los casos más graves y urgentes son enviados al hospital de Sittwe. «Allí el problema es con los médicos. Algunos se niegan a atender a pacientes rohingya», comenta un joven que prefiere ocultar su nombre.


La situación en los campos es de emergencia humanitaria. «Más de 416.000 personas precisan de ayuda humanitaria a lo largo del estado Rakhine. Esto incluye a los casi 140.000 desplazados y también a otras muchas aldeas que permanecen aisladas viviendo en condiciones extremas», señala Johannes Kaltenbach, responsable de Malteser International, una ONG que lleva más de una década trabajando en la zona. Los suministros de arroz, noodles, aceite, sal y garbanzos repartidos por ACNUR dos veces al mes –los días 1 y 16– son insuficientes. «Además, hay veces que hay problemas con los repartos», se lamenta Nour Alam. Según un informe de la Office for the Coordination of Humanitarian Affairs (OCHA), en 2013 había ya más de 2.900 niños en un «alto riesgo de mortalidad» por malnutrición. Esta precaria situación empeora durante la estación lluviosa. «Entonces muchos niños pillan diarrea», explica Alam. En la época seca, entre noviembre y mayo, el agua escasea en los campos y se disparan los problemas estomacales y la hepatitis A.


En la parte norte del campo, apenas a unos metros de la bahía, un par de niños corretean desnudos entre las chozas levantadas sobre bambúes de formas y tamaños irregulares. El logo azul de ACNUR destaca sobre la lona blanca que cubre el techo. «Alguna familia se la ha debido de dar», apunta uno de los rohingya que nos acompaña. En esta zona de Thay Chaung, en el rincón de los olvidados, ni siquiera llega la ayuda de la ONU. Aquí han ido a parar los no-registrados. Los pobres entre los pobres. Los barrigas hinchadas.


La expulsión de Médicos Sin Fronteras (MSF) de los campos de Sittwe durante buena parte de 2014 –después de que la ONG informase de un ataque contra los rohingyas negado por el Gobierno birmano– ha agravado la situación en Thay Chaung. Los casos de malaria y tuberculosis se han multiplicado, y miles de enfermos han dejado de recibir sus tratamientos.


El hospital de Sittwe se encuentra a poco más de un kilómetro del checkpoint que vigila el acceso a They Chaung. Sin embargo, los rohingya no pueden acudir a él. Ningún rohingya puede salir de allí. Cualquier movimiento de una persona de esta minoría a lo largo del país debe ser autorizado por oficiales gubernamentales, y dentro de los campos de desplazados este permiso nunca llega. Al caer la tarde, los problemas con la policía se recrudecen, «especialmente cuando se emborrachan». Entonces comienzan las vejaciones y los abusos. Los agentes recorren los campos buscando casa por casa nuevos inmigrantes a los que detener. Son los temidos spot checks. «Entran en nuestras viviendas con la excusa de que buscan armas. Aquí vinieron hace unas noches. Nos sacaron a todos afuera. Después se llevaron a uno de mis hijos», relata Nour Alam.


La deshumanización que justifica el genocidio. Tras caer el sol, la vida vuelve a bullir en Sittwe. Tres jóvenes conductores de tuk-tuk esperan para llevar a los trabajadores occidentales de las ONG a sus hoteles. En un bar cercano, dos hombres se sacuden el polvo de las sandalias. No quieren ni oír hablar de los rohingya. Para ellos, ni siquiera existen. Son simplemente «los ilegales» o, como algunos les llaman, los «perros». Al igual que la Radio Télévision Libre des Mille Collines animaba a los hutus a «exterminar a las cucarachas» tutsis durante el genocidio en Ruanda, los discursos de los líderes religiosos radicales del 969 liderados por el autoproclamado “Bin Laden Birmano”, Ashin Wirathu, están plagados de invitaciones al exterminio de los rohingya. Un proceso de deshumanización imprescindible para justificar el holocausto.


Aunque los enfrentamientos entre los rohingya y los arakan se remontan a la II Guerra Mundial, ya que mientras la minoría musulmana permaneció leal a metrópolis británica, los budistas se aliaron con los invasores japoneses, los «crímenes contra la humanidad» denunciados por Human Rights Watch (HRW) comenzaron el 28 de mayo de 2012, después de que una joven arakan de 28 años fuese violada por tres musulmanes en la localidad de Ramri. Cinco días después, a unos kilómetros de allí, en Toungop, una caterva de vecinos detuvo el autobús en el que viajaban diez musulmanes, a los que golpearon hasta la muerte. En cuestión de semanas la violencia se esparció por todo el estado rakhine. Grupos de ambas etnias arrasaron y quemaron pueblos enteros. «Llegaron y lo destrozaron todo. Lo quemaron todo», recuerda Amounley, quien a sus 65 años pasa las tardes sentado sobre un barril herrumbroso. Apenas puede moverse, «el dolor en las caderas es insoportable», pero no hay ningún médico en Thay Chaung que le pueda ayudar.


Desde el primer momento, las fuerzas de seguridad birmanas no solo no detuvieron la violencia, sino que tras el verano se unieron a las brigadas arakan. Para entonces, la orden budista de la zona, Sangha, y el poderoso partido nacionalista Rakhine Nationalities Development Party (RNDP) –que cuenta con 18 de 45 asientos en el Parlamento regional y otros 14 en el nacional– habían llenado ya las calles de Sittwe de panfletos en los que instaban a «no hacer negocios con los bengalíes» ni «asociarse con ellos». El 23 de octubre, milicias arakan armadas con machetes, espadas, pistolas caseras y cócteles molotov asaltaron simultáneamente nueve aldeas musulmanas con la connivencia de la policía. «Había 15 agentes de guardia detrás de mi casa. Pensamos que gracias a ellos no habría violencia, pero a las siete y media de la tarde los arakan vinieron y prendieron fuego a una vivienda al lado de la mía. Tenían botellas con petróleo. Había al menos 500. La policía no hizo nada. No disparó un solo tiro», dice uno de los testimonios recogidos por HRW. En Yan Thei, una aldea a las afueras de la histórica ciudad de Mrauk-U, 70 rohingya fueron asesinados. «Hubo muchísimas víctimas en todo el Estado. Fue una masacre», insiste Nour Alam. Desde entonces, 125.000 rohingya han sido deportados a los campos de la bahía de Bengala y al menos otros 20.000 han huido del país. Una limpieza étnica.


Los intereses de los militares y la traición de Aun Suu. En el campo de Thay Chaung también ha atardecido. Al otro lado de la vía del tren Mohamed Rafik, de 53 años, saca una silla de plástico rojo. Se atusa la barba, todavía jaspeada con retazos de pelo oscuro, antes de empezar a hablar: «El Gobierno es el responsable de lo que está ocurriendo. Tienen que hacer algo inmediatamente».
En unos minutos, se ha organizado un cónclave. Los hombres han salido de la taberna donde matan habitualmente las horas y se arremolinan tras Mohamed Rafik.


«La vida es muy difícil aquí, no hay ingresos ni trabajo. Si nos ponemos enfermos no podemos ir al médico. No hay doctores, ni profesores para nuestros hijos», señala el joven Ahmaladi. Lleva dos años en el campo.
Todos asienten con la cabeza y comienzan a vociferar sus miserias atropelladamente.


Salih Roman impone su voz. «Así no podemos seguir mucho tiempo». De ojos escurridizos, ahogados tras los cristales rayados de sus gafas, Roman se ha erigido en portavoz del grupo. Por algo es el único que chapurrea inglés. Nosotros queremos vivir en paz, pero para ello el Gobierno tiene que hacer algo».


En su despacho del centro de Yangon, donde ha vuelto tras varias décadas en el exilio, Aung Myo, uno de los portavoces del partido opositor Democratic Party for a New Society (DPNS), responsabiliza también al Ejecutivo de Thein Sein de la situación en Sittwe. «El régimen ha creado el problema. No es una cuestión entre budistas y musulmanes. En el estado Rakhine hay otros grupos musulmanes que han vivido en Birmania desde hace mucho tiempo y con los que no hay problemas. La cuestión de los rohingya ha sido utilizada por algunos miembros del régimen vigente para que desembocara en episodios de violencia. Así nadie hablará de democracia o federalismo. Es una maniobra del Gobierno».


Las críticas al Gobierno arrecian desde todos los organismos. Las presiones del Ejecutivo para evitar que el término “rohingya” sea utilizado oficialmente para definir a este grupo, la exclusión del nuevo censo de todos los miembros de esta minoría que no acepten identificarse como “bengalíes” o la retirada de las “tarjetas blancas” otorgadas por la Junta Militar para participar en las elecciones previstas para noviembre han provocado la reprobación de la comunidad internacional.


Los grandes líderes occidentales pasan, sin embargo, por encima del papel de Aung San Suu Kyi. La premio Nobel de la Paz, hija del héroe birmano de la independencia, es la gran esperanza para la transformación democrática del país. “La Dama”, como todo el mundo la llama en las calles de Yangón, ha eludido hasta ahora alzar la voz contra el genocidio rohingya. «Es un tema muy sensible en Birmania», la defiende Aung Myo. 900 kilómetros al noroeste, en Thay Chaung todos lamentan su traición.


El llanto del mar Bengala. En la barraca de la familia Alam hace tanto calor que algunas noches las pasan bajo las estrellas, charlando, hasta que les vence el sueño. Nour ha preparado ya los paquetes con hierbas medicinales que mañana tratará de vender entre sus vecinos. «El arroz que reparte ACNUR no es suficiente para toda la familia». Son nueve, y la comida escasea. Además, parte de sus raciones tienen que venderlas para comprar velas y leña. Uno de los menores ha dejado de ir a la precaria escuela abierta en el campo porque no podían pagar siquiera el material escolar. «No sabemos qué pasará, pero así no podemos seguir viviendo mucho tiempo», asegura.


Muchos en Thay Chaung han vuelto la mirada al mar. Son apenas 180 kilómetros. Un trayecto de poco más de 7 horas hasta llegar a Bangladesh, donde tendrán también que escapar de las autoridades que rechazan una nueva oleada de inmigrantes. Algunos optan por intentar llegar a Malasia, un país con una importante comunidad musulmana, pero la travesía incluye un peligroso trasbordo en Tailandia, donde las mafias esperan para capturarlos y venderlos como esclavos. «Nadie de mi familia se ha ido, pero tengo muchos amigos que sí se han marchado a Tailandia o Malasia», reconoce Nour.


Como cada madrugada, los barcos esperan a los rohingya en el pequeño muelle que domina el extremo de la bahía. Con las primeras luces del día, Nour Alam vuelve la vista al mar. Las aguas de Bengala, mecidas bajo los primeros rayos del sol del Índico, se agitan. Algunas olas rompen contra la orilla. De fondo, el llanto de un mujer le devuelve a la realidad. Soy Nour Alam. Soy rohingya. Y estoy condenado.


El gueto de Aumingalar


Dos veces al mes Mr. Dieu* se envuelve las telas de un longyi –la tradicional falda birmana– en la cabeza y recorre con su bicicleta los menos de 10 kilómetros que separan los campos de Thay Chaung del gueto de Aumingalar. Lo hace de madrugada, cuando solo la luz de la luna le puede delatar. Mr. Dieu tiene que sobornar dos veces a la Policía, una para poder salir del campo y otra para entrar en Aumingalar. Desde enero de 2014, este barrio musulmán de Sittwe permanece cercado con una valla de bambú y betel. Nadie puede entrar ni salir del distrito, ni siquiera para ir a trabajar. Las autoridades aseguran que solo así pueden proteger a los centenares de rohingyas que permanecen atrapados allí. En unos días, Mr. Dieu volverá a emprender la marcha. Su mujer y su hija le esperan.


*Mr. Dieu es un nombre ficticio