Augusto Isla
LADY DAY NACIÓ HACE CIEN AÑOS

Billie Holiday, la cumbre y el abismo

Anda, ponme esa música frívola que te gusta», me decía un amigo enamorado de Vivaldi, de Brahms, de toda esa seriedad que sonorizaba su elegancia cotidiana. Se refería al jazz: música de burdel, música de negros que, a decir de Herbert Marcuse, revoca la Novena sinfonía y «da al arte una forma sensual, desublimada, de atemorizadora inmediatez, conmoviendo, electrizando el cuerpo y el alma materializada en el cuerpo. La música negra es originalmente música de los oprimidos». Música que no exige, a veces, saber leer las convenciones de su escritura; pero impone, sí, otras exigencias: cuando Billie Holiday cantaba (Eleanora Fagan Gough; Filadelfia, 7 de abril de 1915-17 de julio de 1959, Nueva York), obedecía a su sentimiento. «No puedo cantar nada que no siento». Nunca asistió a una escuela de música, pero tuvo dos inspiraciones geniales: Louis Armstrong y Bessie Smith, a quienes escuchaba en la atmósfera marginal de su niñez y adolescencia. Con ellos, en compañía de sus alegrías, de sus lamentos, forjó un arte radical, más allá de su destino trágico: violaciones tempranas, prostitución, droga, prisiones.

En el canto se buscó y se exigió a sí misma trascender, sin importarle el qué dirán, insumisa, renuente a ser una criada como su pobre madre, madre casi niña. Billie cantante de jazz, original como ninguna otra, con un registro vocal limitado pero poderoso, sin el timbre cristalino de Ella Fitzgerald, los amplios atributos de Sarah Vaughan, la dicción esmerada de Carmen McRae. ¿Cantaba o vivía las canciones? “Don’t explain”, con letra suya, es el testimonio de un amor indulgente cuando descubre las huellas del lápiz labial en la camisa de Jimmy Monroe, su pareja. «No expliques nada. Me complace que hayas vuelto. Eres mi alegría y mi dolor. Amor». Otra canción, emblema suyo como “God bless the child”, nace de una frase pronunciada por la madre, fervorosa católica.

En un mundo dominado por los blancos, terco en sus políticas segregacionistas que reemplazan a la esclavitud, Billie no parecía encontrar su lugar, ni siquiera la definición de su color: demasiado blanca para los negros, demasiado negra para los blancos; a pesar de su éxito, entraba a los hoteles por la puerta trasera, comía en la cocina si bien le iba. «Humillación» era la palabra que la perseguía; la droga, el recurso para sobrellevar aquella realidad insoportable: era la tentación de otros mundos, de unas gotas de felicidad instantánea.

Después de pasear entre las mesas de varios centros nocturnos de Harlem o de recorrer largos trayectos como vocalista de bandas como las de Count Basie o Artie Shaw, Billie se mueve a sus anchas en el club Café Society en Washington Square. En una atmósfera liberal promovida por C, aquella negrita herida por tanta discriminación se convierte en una gran estrella. Allí, como señala el escritor y pensador belga Luc Delannoy (“Billie Holiday”, Librio Musique, 2000), se forja la imagen mítica de una Billie con las flores de gardenia sobre la oreja izquierda; allí luce impecablemente vestida, digna y serena; allí también nace “Strange Fruit”, un poema de Lewis Allen, seudónimo de Abel Meespol, que denuncia el racismo y nos habla del cuerpo de un negro que pende de un árbol en aquel territorio sureño enfermo de prejuicios étnicos. Cuando Billie estrena esta canción, deja estupefacta a una audiencia acostumbrada a escuchar de ella, en la línea del song, canciones de amor, baladas comerciales, por así decirlo, aunque de autores talentosos como Gershwin o Porter que Billie, al igual que Armstrong, transforma con el pathos propio del jazz. Y es que Billie es más que una intérprete: reinventa aquello que canta, lo hace suyo, personalísimo, con un toque de excentricidad, si se quiere, que a veces gustaba y a veces no. Pero fue esto lo que sedujo lo mismo a un John Hammond, su descubridor, que a un Norman Granz, productor de sus últimas grabaciones en Verve, cuando Billie, ya un poco o un mucho marchita, conservaba la identidad de su estilo, sensibilidad melódica, fraseo.

Aunque inclasificable, Joachim Berendt considera a Billie como la gran cantante del understatement: elegancia, sensibilidad, refinamiento, a veces roto por los arrebatos, como aquello de levantarse el vestido y mostrar los glúteos cuando le disgustaba la reacción del público. Pues Billie, aunque amada por sus oyentes, nunca abandonó su temperamento irritable, crecido con los años cuando descendía de sus paraísos.

Para el gusto de muchos, los mejores años de Billie fueron aquellos en los que celebró nupcias musicales con Lester Young, cuando el saxofón de este, protector, acentúa los valores sonoros de su voz con un swing cadencioso y tranquilo. Cuatro años, de 1937 a 1941, duró la fraternidad de una «realeza» en la que ella pasó a ser Lady Day y este, Prez, el presidente; fraternidad cómplice en la música y en la droga que nos dejó versiones inolvidables de “Man I love”, “Time On My Hands”, “Fine and Mellow,” “I Can’t Get Started”… Dentro de la orquesta de Teddy Wilson, ella alcanza la cima de su arte; una cima que la  llevaría a la escena del Metropolitan Opera de New York en ocasión de un concierto organizado por la revista “Esquire”, a las páginas centrales de la revista “Life”, a reconocimientos aquí y allá, como aquel recibido de manos de Jerome Kern.

No dudo que, en aquellos días, Billie haya logrado sus mejores frutos; pero la pérdida de aquella exuberancia la compensó, más tarde, en los años cincuenta, con una entrega conmovedora. De suerte que las grabaciones con sus amigos Ben Webster y Benny Carter en el saxofón, Harry Edison en la trompeta, Jimmy Rowles en el piano y Barney Kessel en la guitarra, suenan formidables en baladas como “Prelude to a Kiss”, “I Don’t Want to Cry Anymore”… Y a pesar de todo, la insatisfacción, la soledad, los matrimonios fallidos, los amantes ocasionales, la heroína como consuelo, que en 1947 la conduce a prisión. Sociedad puritana y represiva, la estadounidense criminaliza su adicción. La Policía, obscenamente dura entonces como ahora mismo, pasa por alto el renombre o, tal vez por eso, la persigue, y los médicos nunca comprenderán la raíz de ese drama individual, «nunca llegan tan a fondo como para saber qué es lo que en verdad te corroe el alma», dice la propia Billie. Cuando sale de prisión al año siguiente, ha perdido la licencia para cantar en centros nocturnos neoyorquinos; solo le quedan el Carnegie Hall y el Teatro Apollo.

Fortaleza y vulnerabilidad. Quien se inventó a sí misma, se dio una identidad y con sobresaliente intuición pudo encumbrarse, nunca dejó de ser aquella criatura vulnerable maltratada por la prima Ida y, después como mujer, víctima de parejas infieles, de vividores como John Levy, quien le administraba hasta el último centavo. Billie lo tuvo todo: la fama, el Cadillac, los visones. Y a la vez careció de lo esencial: una intimidad plena, esa capacidad para vencer la melancolía que produce, casi irremediablemente, la estúpida historia de Estados Unidos. Como todos los iconos de una sociedad promisoria y cruel, Billie solo sobrevivió con el apoyo del artificio de las drogas en la entraña de una sociedad opulenta y, al propio tiempo, pobre. La redimió la música; la mató la heroína.

En 1956, Billie publicó sus memorias bajo el título de “Lady Sings the Blues”. Producto de las conversaciones con William Dufty, la narrativa es una mixtura de confesión sincera, fabulación, reflexiones, descripción de atmósferas, anecdotario dudoso, como aquello de pasear con Orson Welles. ¿Cuánto hemos de creerle? Cada lector sacará sus conclusiones. ¿Qué pretendió? ¿Sincerarse, obtener un poco de dinero, conmover a la opinión pública con un texto explosivo? ¿Su verdadera historia? Tal vez ni ella la conocía.

El crepúsculo de su vida fue previsiblemente triste. Eleonora Fagan –pues tal era el nombre con que fue registrada Billie– muere en un hospital de Nueva York a los 44, en 1959. Vivió entre la Depresión amenazadora y el optimismo de la postguerra en un país que acarició el sueño planetario. ¿Cuál sería el balance de su existencia en el lecho de muerte? ¿Había sido vana o, pese a las adversidades, se sintió plena? Acaso llegó a pensar que su nación no era lugar para la esperanza.