IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Recuperar la esperanza

A lo largo de toda una vida, hay tantas ocasiones para decepcionarse que a veces parece increíble que volvamos a intentar una y otra vez perseguir ciertos objetivos o simplemente mantener ciertas creencias que nos muevan hacia adelante. A lo largo de los años, no faltan momentos en los que uno mira el mundo que le rodea y a veces le dan ganas de decir: «Ya está, yo me bajo de este tren. Me voy a aislar en una cabaña en el monte y no quiero saber nada de nadie». Y es que a menudo me pregunto cómo somos capaces de mantener la esperanza después de todo, mantener la ilusión de conseguir algo mejor para nosotros mismos o superar escollos de un impacto inusitado.

Supongo que esta posibilidad de retirarnos un día de todo lo que nos asusta y abruma nos da cierta sensación de control, como si estuviera en nuestra mano no estar expuestos a ciertas vicisitudes. Hace unas semanas, todos hemos sido testigos de eventos que colisionan con muchas de nuestras coordenadas vitales y que, sin duda, nos hacen replantearnos la naturaleza de la propia existencia en comunidad, de los peligros de estar vivos, y ,aunque sea una perogrullada, del mayor y más obvio, que es nuestra propia muerte y la de los nuestros.

Aunque sin ir tan lejos, hay muchas situaciones que tienen la capacidad de hacernos tambalear, somos así de frágiles, y al mismo tiempo, somos tan sólidos que encontramos la manera de seguir adelante después de todo. ¿Cómo lo conseguimos?, ¿cómo seguimos confiando en que las cosas irán bien cuando salgamos por la puerta de casa?, ¿cómo nos escabullimos de la idea de todo lo que puede irnos mal?, ¿cómo mantenemos la esperanza y la ilusión? Creo que tendría que empezar por una creencia, constatada por la experiencia histórica, y es que algo en nuestra naturaleza nos empuja hacia adelante, independientemente de las posibilidades de fracasar. La vida se abre paso.

Evidentemente, hay salvedades y ha habido muchas personas que han quedado por el camino física y sicológicamente, pero lo cierto es que, como colectivo, las hemos superado. Prueba de ello es que las secuelas más agudas de los conflictos históricos no han llegado por lo general a nosotros, aunque sí haya habido influencias innegables. No vivimos el estrés postraumático o la desnutrición que probablemente nuestros antepasados sí sufrieron, si bien hoy existen otros conflictos que le toca a nuestra generación atravesar para no depositarlos en la siguiente.

Pero sin enredarnos en esta interesante dinámica intergeneracional, hoy en día hay automatismos que nos ayudan a mantener el equilibrio ante l adversidad. Uno de ellos es la negación. Cuando negamos la posibilidad de un peligro o de que algo nos salga mal, en cierto modo anulamos el circuito inmediato que nos llevaría a tener miedo ante esta posibilidad y, por tanto, a reaccionar huyendo o paralizándonos, incluso parapetándonos para defendernos. Y hablo de “posibilidad”, porque también hay una variable estadística que manipulamos a nuestro favor, el famoso pensamiento «A mí no me va a tocar».

Sin embargo, «no mirar ahí» no es lo único que nos permite continuar. Hay que encontrar la energía para hacerlo y esta surge de la pura acción. Es entonces cuando nuestros objetivos se convierten en motivadores. Quizá hayamos tenido que reducirlos después de un gran impacto y donde antes, por ejemplo, «yo caminaba hacia construir una familia con una persona, tras una dolorosa ruptura de pareja y la disolución de esa idea, me repliego y solo me planteo el objetivo de recuperarme, que guía mis acciones para superar el duelo y quizá el siguiente objetivo es volver a salir de casa o disfrutar de mis amigos y eventualmente conocer a otra persona o darme tiempo para reconstruirme completamente a solas».

Estos objetivos, que van de lo más íntimo y cercano a lo más social y expuesto, como una honda que se extiende hacia el exterior, nos ayudan a mantener las expectativas bajas al principio y conseguir metas importantes por básicas y reconstituyentes. Después, poco a poco vamos ampliando las miras, los pasos y las esperanzas. Algo así como «ahora, que ya he llegado hasta aquí, puedo dar un pasito más, con precaución». Y es el propio paso el que confirma la posibilidad de que esta vez las cosas vayan mejor. La propia acción nos confirma que ese paso ha salido bien y, por tanto, el siguiente también puede hacerlo. Tan básico como eso, como un bebé que aprende a andar y cada paso le da más confianza en sí mismo, en sí misma, y puede imaginarse caminando hasta el final de la sala. Y poco a poco, con el tiempo, al final de la casa, de la calle, del pueblo, del país y quién sabe si de nuevo, con la esperanza suficiente, imaginarse recorriendo el mundo.