IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Tan rígidos y tan tiernos

Cada vez más, vivimos en una sociedad equidistante. Por lo menos es una reflexión que me surge al observar el precario equilibrio que sostiene las relaciones sociales en muchas ocasiones. Como grupo, somos tan heterogéneos –y me da la sensación de que tan frágiles– que cualquier intervención externa, cualquier idea nueva, puede pasar de ser una oportunidad de crecimiento a una amenazante confrontación sobre lo que consideramos nuestros valores o nuestras ideas, con potencial inmediato de tambalear la esencia de lo que creemos seguro y mover el suelo bajo los pies.

Cada vez, nuestra individualidad se incrementa y con ella, la susceptibilidad es mayor. Es un efecto inmediato; cuando estamos más solos, nos sentimos más débiles, por lo que cualquier cosa puede ser una amenaza, como un primate que ha perdido a su manada de vista, solo que, ya lejos de correr cuando cae un fruto de un árbol y nos asusta, hoy entre personas, cuando “cae” un comentario impactante, también terminamos adjudicando a los otros intenciones lesivas que raramente tienen.

Y al mismo tiempo, como si de un reflejo en negativo se tratara, sucede algo que parece contradictorio: empleamos una enorme cantidad de energía en afianzarnos ante los demás. Emitimos nuestros juicios con vehemencia, tratamos de convencer con nuestras opiniones, estén o no respaldadas por nada más que eso, nos indignamos y reivindicamos nuestro derecho a expresarnos libremente cuando, en el fondo, lo que sentimos es unas ganas tremendas de patalear dialécticamente.

Ponemos ejemplos elegidos para apoyar nuestra postura y con la velocidad del rayo, buscamos un bando en casi cualquier conversación y sumar miembros al mismo. Por ejemplo, entre los que tratan de entrar en un transporte público y los que piden salir al mismo tiempo. Es fácil oír expresiones airadas del estilo «Hay que dejar salir antes de entrar», apoyadas en miradas cómplices de desaprobación entre los viajeros de un bando, mientras los del bando contrario, que ahora ya han podido entrar, se dicen entre ellos: «Claro, como la gente no tiene prisa...». Si la cosa se pone calentita, una vez el transporte ha continuado su marcha, podemos defender y abundar en una u otra postura con nuestro recién conocido compadre, compartiendo anécdotas similares que respaldan nuestra conducta, con un trasfondo común estemos dentro o fuera del transporte público: «Tú y yo estamos de acuerdo en que la razón la tenemos nosotros».

Supongo que este tipo de situaciones, en diversos contextos y escenarios, no nos son ajenas a ninguno de nosotros y entonces, me surge una pregunta: si estamos tan seguros de nuestras opciones como a menudo tratamos de aparentar, ¿por qué necesitamos poner tanta energía en reafirmarlas, incluso negando o anulando las opciones de los otros? La respuesta supongo que no es fácil ni unívoca, pero tengo la intuición de que uno de los objetivos de tanto esfuerzo es no dejar resquicio a la duda. O dicho de otro modo, negarnos la posibilidad de dudar.

Antes hablaba de equidistancia, porque, de algún modo, somos sensibles a que existen opiniones, visiones e identidades diferentes a la propia en el entorno cercano. Y al mismo tiempo, sabemos que nuestras elecciones no son tan incuestionables, que cada una alberga su contraria en sí misma, por lo que no es extraño que la postura de la sociedad ante temas peliagudos que atañen a aspectos como derechos, valores o iniciativas conjuntas suela recaer en un punto intermedio, uno que trate de no herir, tambalear o cuestionar ninguna de las posturas, tan variopintas. Es como si todos entráramos de puntillas en esos temas, no vaya a ser que se levanten el polvo, los bandos para no estar solos y la responsabilidad de dudar.