IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Dependencia y valor de sí

Desde el momento del nacimiento, todas las personas necesitamos depender. Tanto es así, que la relación de un bebé con su madre está basada en dicha dependencia y solo años después se abre la puerta en la mente de esa personita y en su conducta a no hacerlo. Es tan importante para nosotros desde entonces porque esa dependencia nos asegura la supervivencia, ya que las amenazas del mundo exterior son inmanejables para un bebé solo, que acabaría muriendo, y cuya madre afronta por él o ella. Tal es dicha conexión que, durante unos meses tras su nacimiento, el niño o la niña no distingue entre el cuerpo de su madre y el suyo propio, y las sensaciones que tiene están conectadas absolutamente con el comportamiento de su progenitora. Hablo constantemente de la madre porque la dependencia es biológica en este periodo de la vida y por tanto imperativa, no es elegida y solo más adelante esa distancia interpersonal entre ambos se expandirá y dará espacio a otras relaciones de cercanía gradual.

Sin embargo, la dependencia no solo tiene efectos en la fisiología del bebé, sino que constituye un líquido amniótico sicológico que permitirá a la persona avanzar, crecer, desarrollarse y descubrir el mundo y a sí misma. Sin embargo, hay una faceta particular de la dependencia que es especialmente importante en el momento en el que la mente despierta, cuando el niño o la niña se percatan de que ellos son seres individuales en relación con los demás y es el valor de sí mismos. Hay quien lo resume con la palabra autoestima, pero yo creo que va más allá del aprecio o el amor por uno mismo, y se extiende a la vivencia profunda del propio valor. Es una experiencia sutil, pero contundente y principalmente resultado de una evaluación no siempre consciente.

Incluso en la etapa adulta y en general durante toda la vida, tratamos de hacernos una idea a través del reflejo que recibimos de los demás de dicha valía por cómo nos miran, nos tocan, si nos preguntan o nos halagan, si se acuerdan de nosotros, si aprecian lo que hacemos, pensamos, sentimos y si, en cierto modo, dependen también de nosotros. Y quiero matizar este punto, porque la dependencia a la que me refiero representa el hecho de poder descansar en el hombro de otra persona, ir a ella cuando sentimos una vulnerabilidad que nos asusta o simplemente desear su presencia porque resulta estimulante. A este recuento se suman las conclusiones sobre el propio valor en función de lo que extraemos del análisis anterior y de cómo incorporamos esa mirada por dentro, evaluando aquellos aspectos de nosotros que hemos aprendido a valorar; quizá en una familia se ha incentivado el esfuerzo por encima de otras características, o la creatividad, la belleza o la honestidad. Huelga decir que estas dos revisiones, externa e interna, suelen ser coherentes y a veces consecutivas, es decir, aprendemos a evaluar en nosotros lo que otras personas importantes han chequeado de nosotros para decidir si nos merecíamos el afecto, la cercanía o la recompensa. Y son estos criterios los que usamos para darnos recompensas, afecto o consideración también por dentro. En nuestro entorno incluso el afecto ha tenido condiciones más allá de la propia relación y ha dependido de resultados en otras áreas y toda suerte de condicionamientos externos.

El amor no siempre ha sido incondicional, no siempre lo es, y en las relaciones cercanas, el valor de uno mismo tiene mucho que ver con el amor incondicional de esa otra persona importante. Sin duda, los niños necesitan guía, límite, condiciones, pero es importante que sepamos que en la base de todas estas estrategias para educarles, tiene que haber un ambiente de valoración incondicional que apoye y dé fuerza al valor de sí que nos acompañará toda la vida y la marcará profundamente.