IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

3, 2, 1… ¡acción!

Una cosa es decidir o desear el lugar que uno querría tener en su mundo cercano, y quién sabe si en otros más lejanos, y otra diferente es apropiarse de ese sitio, actuar para explorarlo, ir. El poder de nuestra imaginación es enorme, tanto es así que, a menudo, sustituye a nuestra acción física, incluso en situaciones en las que dicha acción es necesaria. Encendemos el proyector de la mente para contarnos historias que hemos conocido y todavía nos son útiles, bien para que nos sirvan de guía en adelante o para huir de ellas como alma que lleva el diablo. También nos proyectamos situaciones futuras, en las que el entorno virtual de nuestra fantasía actúa en función de lo que necesitamos o tememos. Es algo así como soñar despiertos, un sueño en el que se mezclan circunstancias reales con necesidades que están pendientes de cubrir, conclusiones del pasado, etcétera. En resumen, nos imaginamos el mundo en el que vivimos en función de nuestras propias circunstancias, dando valor tanto positivo como negativo a aquellos aspectos que nos apelan de entre todas las circunstancias de nuestro medio.

Para algunas personas, esto es suficiente para encontrar ese lugar que quieren ocupar, un sitio principalmente “pensado”, desarrollado en la fantasía del pensamiento –y cuando hablo de fantasía, me refiero a esa construcción mental interesada– y sentido también internamente. Si bien algunas de esas personas pueden pasarse el día hablando de esto que imaginan, de lo que les ha pasado con otras personas, dando vueltas en torno a sus necesidades, como una abeja alrededor de una flor a la que no se atreve a acercarse.

Por ejemplo, Jon lleva dos días quejándose sin parar, con un soniquete particular en sus palabras, de cómo necesita que le den más información en el trabajo para hacer el suyo. Habla de una compañera que «va a lo suyo» y cuando cambian de turno nunca le dice lo que está pendiente. Entonces, Jon se siente desubicado hasta que lee los registros… Pero no se le ocurre pararla un día y pedirle que comparta la información.

Por alguna razón, no siempre es fácil pasar a la acción e incluso estas personas prefieren sufrir un rato antes que lanzarse a ello. Creo que todos conocemos por propia experiencia esos momentos en los que la vergüenza nos retrae, o la previsión de recibir una negativa, un rechazo o crear un enfrentamiento si abrimos la caja de Pandora de la acción.

Esto en lo que a los demás se refiere, pero también nos mareamos a nosotros mismos con unas ideas y otras, con diálogos internos, cuando lo que nos ayudaría sería actuar. En este caso, vernos actuar, tomar partido, a veces nos asusta, nos pone en un lugar desconocido e implica responsabilizarnos de dicha acción. Otras veces, toda la energía que desprendemos imaginando, hablando mucho de esos pequeños desafíos y de los grandes ya es suficiente para replicar la sensación de haber hecho algo y la necesidad parece quedar momentáneamente cubierta. Pero, en realidad, es tan solo un “placebo” y un intermedio hasta que volvamos a vivir la situación sobre la que imaginamos y creemos resolver, o hasta que nuestra sensación de que las cosas han de ser diferentes vuelva a aparecer.

Nuestra mente es tan potente que a veces sustituye internamente el mundo. De hecho, lo replicamos mentalmente para entenderlo, manejarlo, recorrerlo de forma segura. Y al mismo tiempo, imaginarnos comiendo no nos quita el hambre, planear amar no nos hace sentir amados, transitar por el enfado no nos garantiza hacer impacto en el otro y sufrir en silencio no nos da ninguna oportunidad de mejorar. Nos exponemos al actuar, nos posicionamos y decimos al mundo cuál es nuestra manera y de algún modo, actuar implica ser vulnerables; pero, ¿qué es la vida sin acción?