IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Ante lo inmutable

Desde el inicio de los tiempos uno de los anhelos del ser humano ha sido desafiar su propia naturaleza finita y superar a la muerte, trascender a la desaparición de este mundo y, de algún modo, permanecer. También hemos logrado no estar obligados a caminar por el suelo y hoy podemos volar, igual que una vez soñaron nuestros antepasados. La medicina ha conseguido atajar un sinfín de enfermedades, que hace no tanto tiempo implicaban una muerte segura. Hemos logrado una cierta seguridad en nuestros entornos, más o menos una ausencia de violencia que nos permite en general caminar tranquilos por la calle. Nos conectamos con el otro lado del mundo en menos de un segundo y la distancia física ya no implica distancia relacional. La naturaleza que nos rodea tampoco supone una amenaza ya, no hay depredadores que nos acechen ni las condiciones climáticas tienen una influencia definitiva en nuestra supervivencia o bienestar. No nos comen los lobos ni las nevadas o sequías nos someten a hambruna…

Todos estos logros, en nuestra parte del mundo, parecen asegurar una vida larga y apacible; y aún así, cuando miramos a la vida cotidiana, a la vida interior, familiar o de pareja, a menudo nos encontramos con lo que se nos sigue escapando de las manos y por mucho que queramos no la podemos controlar. Podemos viajar al otro lado del mundo en un abrir y cerrar de ojos, pero no podemos hacer que otra persona nos quiera como deseamos.

Es una paradoja a la que nos enfrentamos día a día en una sociedad en la que los logros tecnológicos y la construcción de una idea de omnipotencia nos colocan en la mente una conclusión muy de nuestro tiempo: si lo quiero, lo puedo conseguir a través de la voluntad. Sin embargo, hay toda una suerte de eventos humanos en los que la voluntad tiene una influencia mucho más limitada de lo que nos gustaría. En particular cuando se trata de una de las necesidades irrenunciables del ser humano: la de establecer vínculos. Cuando se trata de construir relaciones, los propósitos propios tienen siempre una efectividad relativa y sujeta a la vivencia y participación del otro. El esfuerzo por implicar a ese otro o por «hacerle» estar más cerca no suele dar resultado si el interlocutor o la interlocutora no está por la labor. Y si a esta variabilidad de dos le añadimos una dimensión temporal y pensamos por ejemplo en las relaciones que no nos fueron bien en el pasado y que aún hoy nos remueven, la sensación de inaccesibilidad e incluso impotencia es mucho mayor.

Es como si no pudiéramos hacer nada para lograr un resultado con lo que nosotros sentimos hacia otros y lo que otros sienten o sintieron hacia nosotros. Y es que en las relaciones de intimidad, en las que realmente conectamos, hay un margen de incertidumbre, no puede ser de otra manera; dentro de ese margen de incertidumbre, los cromos cambian consciente o inconscientemente.

Desde una decisión consciente, ante la invitación de otros somos libres de acercarnos o no, de confluir o no, de construir o no algo mutuo, mientras que desde una posición inconsciente, a pesar de desearlo, puede que otros obstáculos internos nos hagan difícil llevar adelante las decisiones de hace un par de renglones. Sea como fuere, tanto en nuestro interlocutor como en nosotros mismos reside la libertad de elegir cuánto queremos acercarnos, o por lo menos la conciencia de que esa libertad está ahí, es nuestra, aunque no podamos ejercerla en un momento determinado.

Y quizá lo único que nos queda es cambiar voluntad por disponibilidad, esfuerzo por implicación, planificación por presencia y control por espontaneidad, y confiar en que quien está enfrente quiera hacer lo mismo; si no, quizá lo que nos queda después de ponerlo sobre la mesa no sea más que aceptar un no, llorarlo si es necesario y llevar la disponibilidad, la implicación, la presencia y la espontaneidad a una nueva relación.