Amaia Ereñaga
HISTORIAs DE LA ROPA INTERIOR

Libérate del corsé

Cerca de cuatro siglos ha durado la tiranía del corsé sobre los cuerpos de las mujeres, mucho menos la de los sujetadores que las feministas del siglo XX quemaban en forma de akelarre liberador... Echar una mirada, aunque sea de reojo, a la evolución de la ropa interior a lo largo del tiempo rompe con muchas ideas preconcebidas y proporciona alguna que otra sorpresa. Y luego está el morbo, para qué vamos a negarlo.

Socialités como Kim Kardashian consiguen miles de «Me gusta» en Instagram con selfies en los que posan enseñando el secreto de los cuerpos curvilíneos que pasean por la alfombra roja: unas fajas de látex que ríanse ustedes de los corsés de nuestras antepasadas. Estas estructuras aprietan, afirman, estiran, estrujan y ponen la carne en su sitio, todo para conseguir la figura llamada de reloj de arena, un estándar de belleza femenina que se viene manteniendo de forma intermitente desde el siglo XVI. Con la desaparición del corsé se suponía que había llegado la liberación al cuerpo femenino, pero parece que ni era tal la opresión que este ejercía –al menos, no se puede culpar de ello únicamente a los hombres– ni nuestra emancipación de los estereotipos sobre la femineidad ha sido tan radical como cabría esperar a estas alturas del siglo XXI.

El cómo somos, cómo nos gustaría vernos y qué hacemos para proyectar al exterior esa imagen es parte de lo que estudia la historia de la moda, pero ¿qué pasa con lo que se esconde bajo las prendas? La ropa interior se ha quedado generalmente en el ámbito de lo íntimo, de las «vergüenzas» a esconder, del objeto de deseo a descubrir, en esa frontera excitante donde lindan el morbo y el exhibicionismo. Por eso, resulta aún más clarificadora cuando se saca a la luz... y lo que se desprende de su llegada a los museos –como ahora, con una exposición inaugurada en el Victoria and Albert Museum de Londres– es que no hemos cambiado tanto en los últimos siglos como cabría esperar. Han evolucionado los materiales y también su fabricación y comercialización, pero lo básico sigue allí: concebida como algo higiénico, como una capa interior que evita que se ensucien las vestimentas exteriores, la ropa íntima ha evolucionado de los calzones a los calzoncillos, en el caso de los hombres, y del corsé a inventos más cómodos como los sujetadores en la primera Guerra Mundial, en el caso las mujeres. Bueno, puntualicemos, los hombres también han llevado –y llevan– corsé, no nos engañemos. ¿Y las mujeres? ¿Estamos seguras de que hemos desterrado los corsés de nuestro vestuario?

Aquellos calzones reales. Lo sentimos, pero la nueva calchemise o camisa con calzoncillo incorporado, inventada por el francés Simon Fréour y que, según los medios internacionales, se ha puesto últimamente de moda en París no es ninguna novedad. Los hombres de la época georgiana, el periodo de la historia británica que agrupa los reinados de los reyes llamados Jorge –que abarca entre 1714 y 1830–, llevaban algo similar, aunque aquella era una camisa con una larga cola que se metía entre las piernas como si fuera un pañal. Suponemos que no sería cómoda del todo, pero al menos servía para evitar que la ropa exterior, que se lavaba de ciento en viento, se mantuviera libre del sudor y efluvios humanos varios.

Esta camisa-pañal, junto con los primeros calzones femeninos que han sobrevivido –eran de la duquesa de Kent, la madre de la reina Victoria; una especie de pantalones para llevar debajo del vestido– son algunas de las piezas que se exponen en el Museo Victoria and Albert de Londres dentro de la exposición “Desvestidos: una breve historia de la ropa interior”, un recorrido por la ropa interior desde el siglo XVIII hasta la actualidad, gracias al que se puede comprobar la explosión de consumo y la democratización de la moda con la llegada de la industrialización, así como el papel que han desempeñado las prendas íntimas en la formación de las actitudes culturales, las tensiones de género y el cambio de las tendencias de estilo.

No sabemos lo que pensaría la duquesa de Kent sobre que su ropa interior se expusiera públicamente, ni tampoco si le haría mucha gracia a George IV –al que el retratista sir David Wilkie definió como «una gran salchicha embutida en su funda»–, que uno de los muchos corsés con los que intentaba mantener las carnes en su sitio y la espalda recta fuera contemplado por los descendientes de sus súbditos. Se asombrarían seguramente. Estas prendas son parte de los 200 objetos, entre corsés, miriñaques, braguitas y calzoncillos acolchados –sí, los calzoncillos Aussiebum de la actualidad– que han podido ser añadidos a una exposición que responde, también, a un repunte por el interés comercial por la lencería. «Ha sido algo fortuito, pero hemos abierto la exposición justo en el momento en el que la ropa interior, en su transición de ser algo sumamente privado a convertirse en una prenda provocativamente pública, se ha transformado en una tendencia creativa y comercial importante», dice Edwina Ehrman, la conservadora tanto de la exposición como de la sección de moda del museo londinense. El corsé de Mr Pearl para la artista de burlesque Dita von Teese –su cintura es increíblemente estrecha– y la ropa interior alzada por diseñadores como Ellie Saab a la categoría de prenda de pasarela, en forma de traje de noche, dan buena fe de ello.

Recorriendo la muestra lo que se descubre es que las bragas y calzoncillos son una invención relativamente reciente –no aparecieron hasta 1800–, que la mayoría de las diseñadoras de ropa interior del siglo XIX eran mujeres –es decir, las propias mujeres creaban los corsés que las oprimían– y, gracias a una radiografía, todo lo que puede hacer en nuestros órganos internos un precioso corsé de satén color cereza bien apretado. Una masacre.

Dale duro y aprieta. Lucy Worsley es una reconocida historiadora de moda que sabe de primera mano de corsés, no en vano ha presentado un serie histórica sobre moda en la BBC en la que se sumergía literalmente en la época, incluso a través de su vestuario. Y vestirse un corsé es toda una experiencia, como explica en su crónica para el diario “The Guardian” tras su paso por la exposición londinense. «Lo digo en serio: la primera vez que te lo pones, se siente como algo fantástico (...). Te mejora la figura en cuestión de segundos. ‘¡Dale duro!’ A menudo me veo a mí misma diciéndole a mi productor-doncella: ¡Aprieta! (...). Pero entonces, según va pasando el tiempo, llega al dolor (...), llega la incapacidad de doblarse, el roce, el malestar general».

Quizás por eso, el corsé es la prenda más controvertida de la historia de la moda. Por un lado, teorías como las de Naomi Wolf ( “El mito de la belleza”, 1990), una de las representantes del denominado feminismo de la tercera ola, acusan a los hombres de engañar a las mujeres enfocándolas a la búsqueda de una belleza ideal imposible en vez de dedicarse a un progreso social. Por otro lado, está Valerie Steele: «La idea de que un corsé es automáticamente una prenda opresiva utilizada por una sociedad dominada por los hombres para oprimir a las mujeres y hacerlas poco saludables y más débiles es demasiado simple. Las mujeres usaron corsés durante más de 400 años porque veían algún valor en el corsé en sí mismo. Cuando se quitaron los corsés, de alguna manera no renunciaron a interiorizarlos a través de la dieta y el ejercicio, para tratar de seguir obteniendo un cuerpo idealizado».

Valerie Steele, una de las más reputadas historiadoras de moda y curadora jefe del Fashion Institute of Technology, la principal escuela de moda de Nueva York, es también autora de “The Corset: A Cultural History” (2003), un libro en el que se describen los contundentes valores simbólicos de esta prenda, que le han permitido mantenerse vigente durante tan largo periodo de tiempo. Los resultados de su investigación desafían el mito del corsé como un instrumento opresor. Lo era, pero la opresión, dice, ha sido ejercida por las propias mujeres. Vayamos por partes. El predecesor del corsé lo fija Steele a mediados del siglo XVI: es el vasquine o basquine, una especie de rico corpiño atado con lazos, utilizado por las mujeres vascas y españolas y que luego pasó a Italia y el Estado francés. La lana de las vestimentas había sido sustituida por ricos drapeados de seda y materiales como el terciopelo, más rígidos, por lo que se buscaba, por un lado, marcar bien la figura y, por otro, impedir que las ricas telas se ensuciaran. Ahí se fueron sofisticando las ballenas y demás elementos rígidos, con la idea de crear «cuerpos artificiales» para la élite, «para quienes era muy importante ofrecer una imagen pública de sí mismos muy pulida». Adoptado por la mayoría de mujeres europeas, tanto de alta cuna como campesinas, que los usaban cortos, el corsé «nunca se lavaba, aunque se desgastara por su uso diario durante años».

A excepción de la Revolución francesa, el corsé reinó durante siglos y a partir del siglo XIX dominó de forma aún más exagerada, hasta más o menos la Primera Guerra Mundial, al ser producido en masa durante la Revolución Industrial. Busto elevado y cintura de avispa; es decir, la forma de reloj de arena era el ideal a conseguir. Se sofisticaron sus componentes, se hizo más fácil que se los ataran ellas mismas... y las revistas de la época aparecían llenas de críticas –masculinas– a su uso. No nos engañemos, se temían sus efectos perniciosos en el aparato reproductor de la mujer.

Liberación y vuelta. Si el siglo XX ha sido una auténtica vorágine de cambios globales, la ropa con la que nos enfrentamos al mundo no iba a ser menos. Libre de enaguas y corsés desde el estallido de la Belle Époque, la búsqueda de otros estándares de belleza vinieron de la mano de diseñadores como Cristóbal Balenciaga, un adelantado a su tiempo, como se puede comprobar en Amberes en “Game changers. Reinventar la silueta del siglo XX”, una exposición comisariada por otra vasca, Miren Arzalluz. El adiós al corsé supuso un «repensar el cuerpo» y la búsqueda de una nueva forma de ver a la mujer, más libre de movimientos, como la visualizaban primero Balenciaga y, más tarde, diseñadoras como la japonesa Rei Kawakubo.

De nuevo Valerie Steelel: «Cuando mis alumnos me preguntan por qué desapareció el corsé, yo les digo que no es que haya desaparecido sino que solo lo hemos interiorizado. Ahora existen las dietas, la liposucción: el corsé está dentro de nosotros». Bueno, y en las fajas, porque aquellos corsés victorianos no se diferenciaban tanto de las Spanx, tan de moda en este XXI. No hay más que darse una vuelta por los catálogos online de estas marcas, donde hay soluciones para ambos géneros, con modelos tan extremos como uno masculino en el que el cuerpo queda embutido desde los hombros hasta media pierna, a excepción, claro está, de los genitales. En el mercado también se comercializan camisetas que esculpen el cuerpo de forma imperceptible para el ojo no entrenado y que, de hacer caso a su publicidad, son utilizadas por actores famosos. Por cierto, que Kim Kardashian no ha tenido empacho en reconocer públicamente que se ha orinado más de una vez en su faja durante los actos sociales a los que ha asistido, ante la incapacidad de poder liberarse de ella a tiempo, algo que probablemente le sucedió a más de una de nuestras antepasadas. Sin comentarios.

“Undressed: A Brief History of Underwear”, hasta el 12 de marzo de 2017 en Victoria and Albert Museum de Londres. “Game Changers”, hasta el 14 de agosto en MOMU-Fashion Museum Province of Antwerpen de Amberes.