IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Las palabras crudas

Tengo la intuición de que algo está pasando, pero no sé qué es. Algo en su manera de hablar o de actuar es incoherente, extraño… No sé… Cuando le pregunto me dice que no pasa nada, que son cosas mías, pero no me convence, algo no va bien». Como tantas veces hemos apuntado en estas líneas, nuestra biología como individuos no tiene sentido sin incluir la interacción con los demás en un flujo constante de estímulos y respuestas. Así que somos particularmente sensibles a las señales de los demás en lo no verbal. Tanto es así que cuando no nos encaja lo que otra persona dice, el contenido de sus palabras con su manera de decirlo, rápidamente apreciamos esa diferencia. A veces lo hacemos sin mucha consciencia, como una lluvia fina que nos va calando hasta que por fin nos damos cuenta de nuestra sensación y se enciende una señal de alarma, o por lo menos, de inconsistencia.

Y lo cierto es que a lo largo de la vida hay muchas experiencias y situaciones de las que nos cuesta hablar claramente por incómodas o difíciles y que involucran inevitablemente a otras personas. A menudo pensamos que no hablar de ellas es una manera de proteger al otro, de no provocarle más dolor o sencillamente de intentar que le pase desapercibida una situación que, por otro lado, es suficientemente intensa como para que sea necesario buscar una estrategia al respecto.

Normalmente es dicha intensidad la que se nos escapa y termina de una u otra forma esparciéndose por el ambiente, como algo que al final se puede percibir. Podríamos poner ejemplos de lo más cotidiano como las desavenencias de pareja o los cambios inminentes en un trabajo. O más excepcionales, como una separación con hijos por medio, o la inminente muerte de alguien que ha sido desahuciado. ¿Es mejor explicar ciertas cosas duras a los miembros de la familia más vulnerables? ¿Cómo hacerlo? ¿Es mejor atajar una discrepancia directamente o dejar que el tiempo opere? ¿Es mejor preguntar directamente cuando percibimos que algo ha cambiado o esperar?

Habitualmente nos hacemos estas preguntas cuando tenemos más información que la otra persona por la que nos estamos preocupando y a la que consideramos en otra longitud de onda, por así decirlo. Sin embargo, cuando le damos la vuelta a la tortilla y somos nosotros quienes intuimos que algo no está como solía mientras la otra persona es más consciente, rápidamente nos damos cuenta de que, a pesar de la ausencia de datos precisos, detalles o pronósticos certeros, a menudo no nos sorprende la revelación cuando finalmente estas situaciones se ponen encima de la mesa. Y tampoco es extraño que durante las semanas previas hayamos tenido la mente plagada de fantasías que trataban de dar sentido a esa inquietud sin datos.

De hecho, a veces hasta agradecemos saber la verdad, que en algunos casos es menos dramática que nuestra propia imaginación o, por lo menos, pone un límite a la indefinición y a menudo a la tensión de la incertidumbre. Las palabras crudas son siempre difíciles, pero llega un momento en que decirlas es más respetuoso con el otro que callarlas, y quizá el cuidado venga después, al acompañar en las consecuencias que tenga, más allá de evitar lo que a menudo es inevitable. Incluso podríamos plantearnos el derecho que la otra persona tiene de conocer una realidad que le involucra directamente. Si bien, por otro lado, es cierto que a veces todos los detalles no son necesarios para según qué personas, por ejemplo, una charla pormenorizada sobre los motivos de la separación para un niño de nueve años. Sea como fuere, la experiencia que es compartida, por dolorosa y extrema que sea, acoge el sufrimiento y sostiene incluso el gran impacto de un cambio radical en la vida.