IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Espera, voy a sacar una foto

Las pantallas están por todas partes, cámaras con una cantidad de megapíxeles que parece no paran de crecer, y multitud de opciones fotográficas en nuestro teléfono. Hace más de un siglo, cuando los hermanos Lumière inauguraron la exposición cinematográfica como un evento de masas, ellos usaban una frase para vender su artilugio y sus proyecciones: una vez capturado el movimiento en celuloide y proyectado posteriormente, podemos decir que la muerte no es ya algo definitivo.

El deseo de atrapar el tiempo es tan antiguo como la percepción del mismo, así que no es de extrañar que tal anhelo atraviese las eras y las artes hasta llegar a la tecnología de nuestros días. Pero ¿cómo afecta el acto de fotografiar las experiencias a la vivencia de las mismas? ¿Qué pasa en nosotros cuando interponemos un aparato entre nuestro cerebro y la actividad que realizamos?

Hace no mucho Kristin Diehl, doctora en psicología, firmaba junto a otros autores un estudio publicado en la “Journal of Personality and Social Psychology”, revista americana sobre personalidad y psicología social, cuyos hallazgos son un tanto curiosos. Por un lado, parece ser que, tras estudiar a más de dos mil personas y sus sensaciones en el desarrollo de una actividad mediada por el acto de fotografiarla, una de sus conclusiones generales ha sido que las personas disfrutan más de esta actividad y además emplean más tiempo en ella.

Por ejemplo, cuando pedían a algunos de ellos fotografiar un viaje en autobús, el viaje parecía ser mucho más agradable que para aquellos a los que se les pedía simplemente mirar por la ventana. La implicación entonces aumentaba, junto con el disfrute, y podemos asumir que también el recuerdo del viaje –aunque fuera a corto plazo–.

Sin embargo, no en todos los sujetos tenía el mismo resultado, en particular en aquellos que eran algo más que meros observadores. Sacar fotos no parecía influir en aquellas personas que ya estaban implicadas en esa actividad en concreto, las que estaban previamente motivadas o se sentían atraídas por lo que estaban haciendo, e incluso se convertía en un acto contraproducente en términos de disfrute cuando el hecho de sacar la foto interfería con la actividad; como llevar un equipo de cámara pesado y aparatoso. E incluso, en algunos de los ensayos del experimento encontraron que sacar fotos podía hacer de una experiencia desagradable algo incluso más repulsivo, como cuando pidieron a un grupo fotografiar en un safari cómo un grupo de leones cazaba y devoraba a un búfalo.

Curiosamente, sacar fotografías puede servirnos tanto para centrar la atención como para distanciarnos de aquello en lo que la ponemos. Todo depende de nuestro grado de implicación inicial en lo que estamos haciendo. Y de nuevo, a pesar de todos los comentarios suspicaces que podemos escuchar sobre la gente que pasa el día con el móvil en la mano, capturando una imagen de lo que está haciendo, parece ser que no podemos apresurarnos al juicio y esperar acertar porque quién sabe si quien está mirando está poniendo distancia con lo que ve o sumergiéndose en lo que hace.

Parece evidente que sacar una foto no sustituye la experiencia de mirar de verdad, ni mucho menos a la de participar activamente de ella, pero puede ser un buen calentamiento. ¿Qué habrían dicho los padres –y las menos conocidas madres– de la fotografía y el cine de finales del XIX si les hubiéramos preguntado sobre esa sustitución? Quizá, en los tiempos en los que la realidad cercana era muchísimo más limitada, ver era vivir lo que una persona nunca viviría, y puede que hoy, más de un siglo después, la imagen de nuestros teléfonos y cámaras, no deje de cumplir la misma función. Quién sabe…