Santi Carneri
la sangría de los transgénicos en paraguay

Desierto verde

200.000 personas mueren cada año por inhalar agroquímicos como el glifosato, según la ONU. En Paraguay, uno de los mayores productores de soja del mundo, las organizaciones campesinas denuncian la muerte de niños, adultos y animales a causa de los venenos agrícolas. Son las consecuencias de la producción masiva de cultivos transgénicos que Europa no quiere ver.

Un desierto verde, pues no hay apenas árboles entre los bajos pero extensísimos sojales, es el único paisaje que se ve por casi 300 kilómetros a un lado y a otro de la mayor carretera de Paraguay, que atraviesa la principal región sojera, desde Ciudad del Este hasta la capital, Asunción. Es el departamento de Alto Paraná, donde el país limita con Brasil, y donde el cambio paisajístico ha sido más radical en veinte años. El bosque atlántico, que había sido el segundo pulmón del continente después de la selva amazónica, ha sido arrasado y solo queda un 13%.

La Unión Europea recibió en 2013 el 39% de la producción de soja de Paraguay, principalmente destinada al consumo de ganado, según la Cámara Paraguaya de Exportadores de Cereales. Así que alguna responsabilidad tendremos los carnívoros europeos al respecto. Mientras la ciencia y la prensa debaten sobre las consecuencias del consumo de alimentos transgénicos, olvidan que ya hace décadas que se producen en masa y que el agronegocio conlleva el uso de grandes dosis de agrotóxicos, que destruyen el ecosistema y la vida de los agricultores de países como Paraguay, Argentina, Uruguay o Brasil.

La oposición de nueve países europeos liderada por el Estado francés no bastó para que la Comisión Europea detuviera la renovación, a finales del pasado año, de la licencia del glifosato, un herbicida que divide en dos bloques a los países de la Unión y que pronto hará lo mismo en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (UE), donde el grupo de Los Verdes en el Parlamento denunció hace unos meses la «falta de transparencia» de los informes de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) sobre el herbicida. Este producto es empleado por agricultores de toda Europa y el mundo, pero siempre bajo sospecha por ser un probable carcinógeno, según el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer, dependiente de la Organización Mundial de la Salud. La patente de este químico estuvo hasta hace unos años en manos de la multinacional estadounidense Monsanto, que lo sigue comercializando bajo la marca Roundup.

Pero lejos de Londres, Bruselas o Berlín, la codicia de los latifundistas por la rentabilidad de los cultivos transgénicos obliga a millones de personas a dejar el campo tras sufrir los efectos del vertido de toneladas de agroquímicos en sus tierras, antes selváticas, convertidas ahora en inmensos desiertos dedicados únicamente a la plantación de semillas transgénicas, soja y maíz, mayoritariamente. Además, el monocultivo masivo trae consigo otras consecuencias, como la dependencia a las patentes privadas de multinacionales como Monsanto, ahora en manos de Bayer.

Los muertos por los agrotóxicos. Unos 400 animales de granja murieron repentinamente en una localidad campesina de Paraguay llamada Huber Dure, que resiste rodeada por campos de soja transgénica desde hace una década. Ocurrió durante la fumigación de estas plantaciones en 2014 y, meses más tarde, en la misma comunidad, dos niñas, Adela y Adelaida, una de tres años y el otra de seis meses, se intoxicaron con los pesticidas que se colaron por la ventana de su casa. Murieron unas horas más tarde en el hospital.

«Cuando di a luz a mi hijo menor, Junior, lo primero que me preguntaron los médicos fue si vivía cerca de un campo de soja», explica Francisca, labradora paraguaya que vive a escasos metros de un cultivo extensivo en la localidad de Minga Porá, no muy lejos de Huber Dure y de la frontera con Brasil. Las posibilidades de dar a luz a niños con enfermedades congénitas aumentan considerablemente en madres que viven en las zonas rurales, según un estudio publicado por el Hospital Regional de Encarnación (Paraguay). Además, el número de pacientes de cáncer no deja de aumentar según los datos del principal centro médico estatal, el Hospital de Clínicas de Asunción, lo que en un país con el 75% de la población con menos de 35 años llama mucho la atención de los investigadores.

El catedrático de la Universidad Nacional de Asunción (UNA) José Luis Insfrán explica en una entrevista que «el monocultivo mecanizado de la soja transgénica y las fumigaciones son unos de los factores determinantes del gran aumento en la aparición de diferentes tipos de cáncer» en Paraguay. Lo que más ha crecido, según Insfrán, son las enfermedades hematológicas como linfomas y leucemias, que actualmente ocupan el tercer lugar en tipo de cáncer y que hace quince años estaban en el lugar número 17.

«Es hora de derrumbar el mito de que los agroquímicos son necesarios para alimentar al mundo», sentencia el informe de la relatora especial sobre el Derecho a la Alimentación presentado el pasado marzo en la convención de Ginebra y elaborado por Hilal Elver y Baskin Tuncak, dos de los mayores expertos en productos tóxicos y derechos humanos de las Naciones Unidas. El documento determina que la utilización «masiva e inadecuada» de la mayoría de los insecticidas y herbicidas en los campos de producción provoca la muerte por intoxicación de unas 200.000 personas cada año. El 99% de estas muertes ocurre en países en desarrollo, donde la salud, la seguridad y las regulaciones ambientales son más débiles.

El veneno en el aire. Ante la casa de Catalina Verón, en la comunidad rural Laguna Negra, a unos cien kilómetros de la frontera con Brasil, un gigantesco árbol de mango cubre de sombra el patio de tierra roja que precede la entrada a la estancia. Catalina explica cómo en 2015, cuando su hija Patricia murió, el majestuoso árbol dejó de producir fruta. Sentada bajo sus ramas, narra como Patricia, de 12 años, se cruzó con un tractor fumigador de camino a la escuela e inhaló sin querer los productos que la máquina pulverizaba sobre los cultivos pegados al camino. Este incidente le provocó una intoxicación que la mató dos días después en el hospital. El médico que trató a su hija identificó la inhalación de productos tóxicos como fuente de la insuficiencia respiratoria que sufrió; sin embargo, hizo constar en el informe «gripe fuerte» como causa de la muerte.

El personal sanitario de los centros de salud de Alto Paraná recibe amenazas de perder su puesto de trabajo si diagnostica intoxicaciones a sus pacientes, según la doctora N.R., quien quiso mantener su anonimato en una entrevista. Esta investigadora lleva trabajando más de dos décadas en un centro de salud local y afirma que «en los últimos años está habiendo un importante aumento de insuficiencias respiratorias y afecciones cutáneas en niños como consecuencia de la exposición al veneno».

En la zona rodeada de monocultivos también vive Cristian, de 9 años. Va a la escuela recorriendo el mismo camino que utilizaba Patricia. Son tres kilómetros por una carretera flanqueada por campos de soja y maíz que parecen no tener fin en el horizonte, fincas mayoritariamente en propiedad de los brasiguayos (como se conoce en Paraguay a los brasileños que se establecen en las zonas fronterizas para producir transgénicos). Cristian podría ser el próximo niño intoxicado, como fue también Silvino Talavera, quien murió a los 11 años en las mismas condiciones. Caminaba hacia la escuela en el distrito de Pirapey (Itapúa), un poco más al sur, en la frontera con Argentina, cuando fue rociado con los agrotóxicos de una máquina.

Un contexto desigual. En Paraguay no hay mar pero sí unos ríos inmensos: el Paraguay y el Paraná, que marcan las fronteras y la vida cotidiana de sus habitantes. Esas dos gigantescas masas de agua y los calurosos vientos del vecino del norte, Brasil, son culpables de una humedad y una temperatura que hace crecer, literalmente, a los árboles dentro de las paredes de las casas. Hay un mes de invierno y el resto, de infierno. Caminar es nadar vestido. ¿Qué mejor lugar para cultivar cualquier cosa?

El sector agropecuario paraguayo concentra 31 millones de hectáreas, mientras que los campesinos, que representan casi la mitad de la población del país, se reparten 1,9 millones de hectáreas. Estos datos revelan cómo un país con uno de los índices de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) más altos del planeta puede tener también un 30% de la población en situación de pobreza o pobreza extrema.

En Paraguay solo el 6,3% de la tierra cultivable se dedica a la producción familiar campesina, una cantidad insuficiente para abastecer de frutas y hortalizas a todo el país, que se ha acostumbrado a importar desde Argentina y Brasil productos que podrían ser producidos por su campesinado, según datos del informe de junio del Centro de Análisis y Difusión de la Economía Paraguaya (CADEP), una organización no gubernamental. El proceso de extranjerización de la tierra hace que esta tendencia vaya en aumento en un país donde la adquisición del suelo por parte de capital externo es constante. Actualmente se calcula que el 20% de la superficie del país ya no pertenece a los paraguayos.

A consecuencia de todo esto, cerca de un millón de personas se han desplazado del campo a la ciudad por necesidad en la última década, según la Federación Nacional Campesina (FNC). Esta enorme proporción de gente en un país de casi 7 millones de habitantes, ha supuesto la aparición de barrios enteros de infraviviendas en las afueras de la capital. Allí se instalan los campesinos expulsados de la tierra en busca de trabajos en Asunción, de educación y atención sanitaria para sus hijos. Derechos que el Estado no les da en el campo y que apenas les ofrece en las ciudades.

El resultado son los “Bañados”, como son conocidos los barrios de humildes casitas y de caminos de tierra a la vera del río Paraguay, que albergan a casi un cuarto de la población de la capital en condiciones pésimas. Los servicios mínimos de agua y luz, saneamiento o asfaltado no existen y la gente se arregla como puede, sabiendo que podrían ser expulsados por las autoridades en cualquier momento.

¿Qué pasó en Curuguaty? En Paraguay, los conflictos entre grandes empresarios agrícolas, Estado y campesinado están a la orden del día. En 2012, la masacre de Curuguaty, que aún hoy no ha sido aclarada, dejó once campesinos y seis policías muertos por unos terrenos públicos en disputa. Aquel 15 de junio, 300 policías desalojaron unas sesenta personas de las tierras que ocupaban en el distrito de Curuguaty (departamento de Canindeyú, a cien kilómetros de la frontera con Brasil) y que pedían que éstas fueran parte de la reforma agraria estatal. Mientras policías y labradores negociaban para realizar el desalojo en paz, unos disparos de armas automáticas, que la investigación fiscal no ha explicado de dónde provenían, abatieron al jefe de la Policía, iniciando un intercambio de disparos, según relataron decenas de testigos a lo largo del juicio, donde los únicos condenados fueron los campesinos.

Tan fuerte es el enfrentamiento por la tierra que el conflicto se cobró entonces, además de vidas inocentes, la permanencia del primer y único Gobierno progresista que ha tenido la joven democracia de Paraguay, nacida en 1992. El entonces presidente Fernando Lugo fue destituido en un juicio parlamentario que el Mercosur en bloque condenó como «una alteración del orden democrático» en Paraguay. En los últimos veinte años han muerto o desaparecido más de doscientos líderes campesinos, y en la gran mayoría de los casos no ha habido investigaciones ni juicios para aclarar las circunstancias. Cevero Santacruz, cofundador del Movimiento Campesino Paraguayo (MCP), recuerda emocionado la muerte, a manos de paramilitares, de dos compañeros cuando luchaban para conseguir establecerse en el emplazamiento donde vive actualmente. Afirma que los campesinos «son una molestia para el sistema, ya que no dependen de él».

Seis de los labriegos que fueron tiroteados en Curuguaty siguen presos con condenas de veinte años de media, de las más altas posibles en el sistema judicial paraguayo. Viven en pabellones húmedos, a veces sin luz, a veces sin agua ni comida, entre hombres acusados de robo, asalto, homicidio o narcotráfico y pacientes psiquiátricos o adictos al crack. En Paraguay, desde la caída de la dictadura en 1989, en el conflicto por la tierra fueron asesinados 115 dirigentes campesinos, pero ningún autor moral ha sido condenado. Entre 2013 y 2015, fueron 460 personas imputadas y 273 detenidas por delitos relacionados con la protesta y la ocupación de tierras.

Un problema local y un reto global. Un centenar de policías de uniforme azul oscuro aplastan con sus botas negras una plantación de soja. Se alinean al borde del cultivo y enfrentan con la mirada a otras 300 personas, pero estas campesinas. Están vestidas casi con harapos, con palos en las manos, el símbolo de la lucha campesina en Paraguay. Los campesinos piden detener una fumigación que expande el veneno hasta sus huertas. La policía responde con gas lacrimógeno y balas de goma. Seis civiles resultan heridos leves y uno pierde un ojo.

El grupo de labriegos pretendía evitar que un tractor fumigara una plantación de soja a tan solo veinte metros de sus casas. Dicen que los productos químicos contaminan los alimentos que ellos cultivan y consumen. Los civiles intentaban sobrepasar el cordón policial que custodia las tierras, cuyo propietario es un terrateniente brasileño que acapara unas 40.000 hectáreas solo en el distrito de General Resquín, según explica el alcalde del municipio, Eugenio Rodas Riquelme.

En otra zona cercana llamada Caaguazú, una veintena de campesinos, en su mayoría niños y niñas, se cobija de la lluvia torrencial bajo lonas de plástico. Al otro lado del alambrado, arden los restos de sus casas de madera de una sola habitación, también sus ropas, camas y utensilios. La policía lo ha quemado todo. Decía seguir la orden de un juez, que sentenció que esas tierras eran de un estanciero.

A menos de cien kilómetros de allí, el jefe de un pelotón de 150 policías antidisturbios grita: «¡Avancen! ¡Avancen! ¡Avancen!». Cascos, porras y escopetas frente a una asamblea de cincuenta campesinos. Las familias labriegas, reunidas con sus niños bajo la sombra de un gigantesco mango, no han tenido tiempo de reaccionar: «¡Vamos a hablar!», suplica Milcíades Añazco, mientras ve venir los porrazos. «No escucharon. Empezaron a agarrar a las señoras, a otro le quebraron la cabeza y nos tuvimos que esconder», recuerda Añazco, un labriego paraguayo de 30 años que vive con su esposa y sus dos hijos en una pequeña porción de tierra colorada cubierta de frutales a solo 80 kilómetros de la frontera con Brasil.

Son escenas que se repiten por todo la zona sojera de Paraguay. Este es el país del Mercosur (grupo que también incluye a Venezuela, Argentina, Brasil y Uruguay) con la mayor concentración de tierras, lo que lo convierte en uno de los estados con más latifundios de América Latina y con la distribución de la tierra más desigual del mundo.

«En Paraguay, importamos del extranjero un 50% de los alimentos que consumimos, pese a que tenemos grandes superficies de tierras fértiles y cultivables en todo el país. Pero esas tierras están ocupadas para producir soja, que no nos alimenta», explica Perla Álvarez, activista, académica y campesina paraguaya, uno de los rostros más visibles en las luchas por el derecho de las mujeres campesinas e indígenas desde la Coordinadora de Mujeres (Conamuri).

«La violencia hacia los campesinos en Paraguay, como la violencia hacia las mujeres, está naturalizada. Reconocer ambos tipos de violencia y salir de ella es un camino difícil y doloroso que necesitamos superar a nivel colectivo», añade Álvarez. Y sentencia que ambos procesos han de ser al mismo tiempo: «Con un cambio en la distribución de las tareas de cuidados, asignadas tradicionalmente a las mujeres por un sistema patriarcal, y también en los modelos de producción y distribución de los alimentos».

La apuesta de Paraguay por la soja y la carne como motores de su crecimiento económico tiene un alto precio humano y ambiental que solo con el paso de los años desvela sus irreversibles consecuencias. Mientras tanto, los grandes productores y los altos funcionarios del Gobierno se enorgullecen de ser capaces de dar de comer al mundo entero durante ocho días gracias a su producción de alimentos.