Zigor Aldama

Filipinas combate la droga a tiros

Policías y escuadrones de la muerte aniquilan a traficantes y drogadictos con impunidad e incluso hacen negocio con sus funerales. 1,3 millones de personas se han entregado para salvar su vida, pero el problema persiste.

Las fuerzas especiales de la comisaría Batasan registran a fondo la motocicleta de un sospechoso de transportar droga en Manila.

 

Carlito Ramírez solo consiguió pronunciar una palabra cuando se percató de que seis hombres enmascarados lo seguían en motocicleta: «¡Corre!». Pero fue suficiente para salvar la vida de su mujer, Victoria Ramírez. «Habíamos salido a comprar arroz y corrí a parapetarme. Escuché varios disparos y, cuando me di la vuelta, vi a Carlito tirado en el suelo sobre un charco de sangre», recuerda la mujer durante el velatorio de su marido, en Caloocan City, Manila.

A Carlito lo mataron el 10 de diciembre del año pasado, solo una semana después de que otro escuadrón de la muerte tirotease a su hija y al marido de esta. Fallecieron ambos. «Están tratando de acabar con todos nosotros», asegura Victoria con la rabia marcada en el rostro. Ahora, lo único que le preocupa es que los matones pongan a su nieta, la única persona de la familia que ha obtenido un título universitario, en su punto de mira.

La Policía ha etiquetado el caso como DUI (acrónimo en inglés de Death Under Investigation, muerte en proceso de investigación). Sin embargo, en este barrio humilde de la capital filipina, nadie tiene dudas al respecto de lo sucedido: los Ramírez están siendo aniquilados en el marco de la guerra contra la droga que decretó el presidente Rodrigo Duterte nada más alcanzar el poder, el 30 de junio de 2016.

Victoria, no obstante, niega que su marido tuviese relación alguna con el narcotráfico, aunque sí conocía a gente que trapicheaba con shabu (metanfetamina). La mujer sostiene que se trata de un crimen político, porque Carlito planeaba presentarse a las elecciones del distrito. «Algún rival lo ha podido delatar como sospechoso de trapichear para quitárselo de encima», conjetura. Ella está convencida de que la etiqueta que se merece su caso es la de EJK (acrónimo en inglés de extrajudicial killing, ejecución extrajudicial).

No lejos de donde Victoria vela el cuerpo de su esposo, María Lavina está enterrando a su hijo, Rodel. «No hay mayor dolor que el de una madre que pierde a su hijo», logra mascullar en medio de un llanto inconsolable. El joven, de 30 años, fue apuñalado el pasado 4 de diciembre por otro grupo de hombres enmascarados que se dio a la fuga y que, como en tantos otros casos, ha desaparecido sin dejar rastro. «Lo mataron a plena luz del día en una zona concurrida, pero nadie vio nada», comenta un amigo de la familia que pide mantenerse en el anonimato. «Todo el mundo tiene demasiado miedo a las represalias que puedan tomar los hombres de Duterte», apostilla.

Los allegados de Rodel visten camisetas en las que exigen justicia para el joven, pero pocos tienen esperanza de que las investigaciones policiales arrojen luz sobre lo sucedido. «Parece que consumía droga y lo liquidaron», asegura Renz Pedroche, un cámara local que cubre el funeral. Como en la película “Nightcrawler”, Pedroche se ha especializado en grabar imágenes de muertos, y no le falta el trabajo. Señala tumbas y nichos del cementerio de Caloocan Norte: «Fíjese en cuántos muertos hay de los años 2016 y 2017. La mayoría son jóvenes y fueron asesinados». Un enterrador asiente: «Todos los días llega alguno nuevo».

Loreta Vento y Teresita Garces han enterrado allí a sus hermanos en los dos últimos años. Rodolfo Vento era un electricista que sacaba un dinero extra como “camello”. «Lo arrestaron el 28 de julio de 2016 y cuando fui a verlo a la comisaría me dijeron que ya no estaba. Alguien lo había sacado a dar un paseo. Lo encontré tres días después en la morgue, con cuatro tiros en la espalda», recuerda Loreta.

 

Harrah Kauzo, Katrina Polo y Nanette Castillo enseñan la foto de su marido.

Harrah Kauzo enseña la foto de sus marido, muerto a tiros.


En una tumba sin nombre. Winifredo Garces, por su parte, era un drogadicto que sucumbió a la depresión provocada por la muerte de su hijo, de un año, en un accidente de tráfico. Poco después falleció su mujer y su mundo se derrumbó por completo. «La Policía le advirtió de que estaba en su lista y le pedimos que se escondiese, pero él nos respondió que ya le daba igual que lo mataran», afirma Teresita mientras señala la tumba sin nombre en la que está su cuerpo. Unos agentes lo acribillaron a balazos el 21 de mayo del año pasado. «Dijeron que él había comenzado un tiroteo, pero es mentira. Nunca tuvo una pistola», señala su hermana.

Rose Guyala ni siquiera tenía dinero para alquilar un nicho, así que decidió incinerar a su marido, Alex, que fue asesinado por otro hombre en motocicleta mientras conducía el triciclo motorizado con el que se ganaba la vida. «Yo estaba con él en ese momento e incluso sentí el calor de la bala. Alex tenía amigos que menudeaban con droga, pero él estaba limpio. Mataron a un hombre inocente», sostiene Rose.

En el cuartel general de la Policía Nacional de Filipinas (PNP por sus siglas en inglés), un complejo fortificado compuesto por varios edificios de tamaño generoso, la portavoz del cuerpo, Kimberly Molitas, reconoce que la guerra contra la droga está siendo especialmente sangrienta. «Tenemos registradas casi 4.000 muertes violentas», informa. Amnistía Internacional afirma que solo entre el 1 de julio de 2016 y el 21 de enero de 2017 fueron 7.025, y otras organizaciones locales aumentan la cifra de fallecidos hasta los 13.000.

Pero lo cierto es que nadie puede decir que esta coyuntura provoque sorpresa. Porque el propio Duterte ya había dejado muy clara su intención: «Olvidaos de los Derechos Humanos. Si accedo al palacio presidencial, haré lo mismo que hice como alcalde (de la ciudad de Davao). Camellos y maleantes, ya podéis escapar. Porque os voy a matar y lanzar a la bahía de Manila para engordar a los peces», prometió durante la campaña electoral. «Hitler masacró a tres millones de judíos. Nosotros tenemos tres millones de drogadictos. No me importaría matarlos a todos», añadió ya como presidente.

A pesar de su ímpetu, la lluvia de críticas que ha cosechado en casi todo el mundo propició que el pasado mes de octubre Duterte retirase a la PNP de las operaciones antidroga. Pero fue una concesión temporal. El 6 de diciembre volvió a ordenar su involucración. «Podéis iros todos al infierno», dijo a las ONG pro derechos humanos cuando justificó la medida.

«La Agencia Antidroga –que había tomado el testigo de la PNP en octubre– solo cuenta con 1.600 agentes, un número insuficiente para el reto que supone combatir el narcotráfico. Pero la PNP suma 185.000 policías. Así que es lógico que les demos soporte», explica Molitas, que reconoce errores en la primera campaña antidroga. «Es cierto que había mucha corrupción en el cuerpo, razón por la que se ha llevado una agresiva campaña de ‘limpieza’ que se ha saldado con la expulsión de cientos de agentes y el traslado de muchos más».

La portavoz de la Policía, que estuvo cinco años infiltrada en redes de narcotráfico, también admite que la formación y los recursos de los agentes no es siempre la adecuada: «Se han producido excesos en algunas operaciones, así que, ahora, los policías tienen que acudir a cursos de derechos humanos antes de volver a participar en redadas. Finalmente, queremos mejorar los estándares relacionados con la investigación en los escenarios de los crímenes y adoptar cámaras corporales para hacer nuestra labor más transparente. Pero cuesta dinero y tenemos poco presupuesto», enumera.

A finales del año pasado, solo los efectivos en una de la veintena de comisarías de Manila contaban con esas cámaras. Y una visita a un edificio gubernamental demuestra que muchas de las cámaras de videovigilancia de las calles no están operativas. Son, dicen los activistas, el caldo de cultivo perfecto para los excesos policiales. «En muchos casos, los agentes afirman que usaron la violencia en defensa propia. Sin embargo, en cientos de nuestras investigaciones hemos probado que los sospechosos fueron ejecutados sin oponer resistencia, e incluso cuando estaban con los brazos en alto. Informes balísticos y autopsias confirman que la Policía rara vez dice la verdad», dispara Jun Nalangan, investigador de la Comisión de Derechos Humanos, una organización gubernamental independiente similar a la institución del Ararteko.

Katrina Polo considera que el asesinato de su marido es un buen ejemplo de cómo funciona la guerra contra la droga de Duterte. Según documentos confidenciales a los que ha tenido acceso 7K –que incluyen testimonios de policías e informes como el de la autopsia–, Cherwen Polo murió en la noche del 14 de agosto de 2016 como consecuencia de las heridas provocadas por cuatro balazos en el pecho y en la cabeza cuando se encontraba en la vivienda familiar, en el depauperado barrio de Payatas. Otros tres amigos perdieron la vida durante esa operación, teóricamente diseñada para cogerlos con las manos en la masa cuando vendían droga.

 

Jun Nalangan, investigador de la Comisión de Derechos Humanos y Norma Dollaga, directora de la ONG Rise Up.

Jun Nalangan, investigador de la Comisión de Derechos Humanos y Norma Dollaga, directora de la ONG Rise Up.

 

Versiones enfrentadas. Según Jun Ralph Pinero, uno de los agentes involucrados, uno de los fallecidos gritó «¡Policía!» para alertar al resto, que comenzaron a disparar con revólveres del calibre 38 y pistolas del 45 desde el segundo piso de la pequeña chabola de madera y chapa. «Fue entonces cuando tuvimos que establecer una línea de defensa y respondimos al fuego enemigo», atestiguó Pinero.

Pero Katrina estaba allí y cuenta una historia muy diferente: «Era domingo y llegué tarde del trabajo, sobre las once. Cherwen estaba ya dormido en la segunda planta, pero sus amigos continuaban bebiendo porque habían venido a celebrar su cumpleaños (38). Estaba preparando leche para nuestra hija pequeña cuando oí que llamaban a la puerta. La abrió uno de los amigos, Blink. Era la Policía».

Según Katrina, Blink les dijo que no había nada en la casa. «Escuché un disparo, luego a los agentes subiendo al segundo piso, y otros seis disparos más. Grité que parasen porque había niños en la casa, y uno de los policías me dijo que me marchase. Fue entonces cuando vi en la puerta que habían matado a Blink», recuerda. Horas después le informaron de que su marido había muerto. Es más, en el informe policial apareció un quinto cadáver, el de Sherwin Ternal, que según Katrina nunca estuvo en la casa. «Ni siquiera sé quién es. Seguramente lo ejecutaron en otro sitio y aprovecharon este caso para quitárselo de encima», dice.

Katrina no oculta que su marido trapicheaba con shabu. Pero asegura que ni tenía armas, ni se hubiese enfrentado a la Policía. Tras un año de investigación, la propia Comisión de Derechos Humanos emitió una resolución en la que considera que los policías «no respetaron la dignidad de las víctimas y que, por lo tanto, son responsables de crímenes contra los derechos humanos». Pero ninguno ha sido condenado, y Katrina solo ha recibido la compensación estándar de 10.000 pesos (165 euros).

Por si fuese poco, Marilyn Bordeos, tía de Blink, señala que su caso también deja en evidencia el oscuro negocio que explota la Policía en connivencia con diferentes funerarias. «Cuando fuimos a la morgue, su cuerpo ya no estaba allí. Nos dijeron que, según la normativa, tienen potestad para remitirlo a la funeraria si no se reclama en las primeras horas», cuenta. El problema es que siempre envían los cadáveres a las empresas más caras. «Nos pidieron 50.000 pesos (830 euros) y dijeron que no podíamos trasladarlo a otro mortuorio porque ya habían comenzado a trabajar para detener la descomposición. Así que tuvimos que pedir prestado a familiares, amigos, e incluso a un político para evitar que lo tirasen en alguna parte», recuerda Bordeos.

Amnistía Internacional también se hace eco de esta práctica. Un alto cargo de la Policía reconoció a esta organización que algunas funerarias pagan comisión por cada cuerpo que remiten los agentes «Diferentes testigos también afirman que los policías roban en las viviendas de las víctimas», añade la ONG en su informe “Si eres pobre, te matan”. No obstante, las víctimas rara vez denuncian a la Policía o exigen una investigación a fondo. «Tienen miedo a las represalias», asegura Norma Dollaga, representante de la ONG Rise Up.

En la comisaría de Batasan, sus responsables niegan que se cometan abusos. Aunque sus hombres han matado a 108 personas –incluidos Polo y Blink– desde que comenzó la guerra contra la droga, una de las cifras más altas del país, el superintendente Rossel Cejas afirma que siempre ha sido en defensa propia. Y para certificarlo muestra en su ordenador el vídeo de un oficial hospitalizado tras un supuesto tiroteo con maleantes. También invita a que acompañemos a su equipo de fuerzas especiales en una operación rutinaria en la que, efectivamente, los agentes se comportan como exigen las normas. No obstante, algunos ciudadanos se muestran temerosos ante su presencia, y uno masculla: «Son ellos los criminales».

La hija de Harrah Kazuo, que solo tiene 4 años, también se echa a llorar cada vez que ve a un uniformado. «La manosearon y la golpearon los policías que mataron a mi marido y que vinieron a nuestra casa en busca de drogas que no había», afirma. Jaybee Bertes y el suegro de Kazuo, Renato Bertes, murieron el 7 de julio de 2016 mientras estaban detenidos en el calabozo de una comisaría. Según el relato oficial, Jaybee trató de sustraer el arma de un policía y los compañeros de este lo tirotearon junto a Renato.

María Lavina llora la muerte de su hijo Rodel en el cementerio de Caloocan Norte. El joven, de 30 años, fue apuñalado por un grupo de hombres enmascarados.

María Lavina llora la muerte de su hijo Rodel en el cementerio de Caloocan Norte. El joven, de 30 años, fue apuñalado por un grupo de hombres enmascarados. 


«El problema no se va a solucionar de esta forma». La autopsia reveló que ambos habían sido torturados de tal forma –todos los dedos de Jaybee estaban rotos– que les habría sido imposible tratar de atacar a los policías que los custodiaban en un recinto cerrado. Por su parte, Harrah pasó a engrosar el programa de protección de testigos después de las amenazas que recibió por denunciar el caso, pero ha tenido que abandonarlo para poder sacar adelante a su hija.

«Al final, son los niños y las mujeres las que más sufren esta violencia que asola Filipinas», dice Dollaga. «Además, el problema no se va a solucionar de esta forma», sentencia.

Las ONG y la Iglesia católica reclaman más programas de rehabilitación para drogadictos. La propia Molitas reconoce que 1,3 millones de personas se han entregado voluntariamente con el objetivo de preservar la vida y recibir una segunda oportunidad. «En su primer año, la campaña antidroga logró reducir en un 39% el índice de criminalidad, sobre todo en el caso de violaciones y robos con violencia, que muchas veces se cometen bajo el efecto de los narcóticos», afirma la portavoz de la PNP, que no esconde la falta de recursos en los programas de ayuda.

Rosemarie Trajano, secretaria general de la Alianza Filipina por los Derechos Humanos (PAHRA), no cree que el problema esté en la falta de presupuesto. «Dos tercios de los asesinatos están cometidos por lo que llamamos ‘justicieros parapoliciales’. Tememos que los 700 millones de pesos (11,6 millones de euros) del presupuesto destinado a la guerra contra las drogas se estén utilizando para pagar sus servicios».

Y Ellecer Castro, portavoz de la asociación iDefend, teme por lo que el presidente Duterte puede hacer en los próximos años de su mandato: «Como tiene una mayoría absoluta en ambas cámaras, nadie le va a impedir modificar la Constitución. Ahora su intención es reinstaurar la pena de muerte, y pronto podrá elegir tanto al ombudsman como a doce de los quince jueces del Tribunal Supremo». Para Castro, la guerra contra la droga y otros acontecimientos recientes –entre los que menciona el cierre de la revista crítica “Rappler”–, «son parte de una estrategia para convertir a Filipinas en un estado autoritario». Pero lo cierto es que, según las encuestas del pasado mes de diciembre, el 71% de los filipinos aprueba la forma de gobernar de su presidente.