IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Coraza caduca

Para quienes contamos unos cuantos años, suficientes como para notar el cambio entre quienes hemos sido y quienes somos, el paso del tiempo adquiere una consciencia y consecuencia crecientes. Cada variación en el cuerpo nos recuerda que el cambio es constante y que no espera a que nos decidamos, preparemos o planifiquemos, simplemente sucede. Y quizá precisamente por esa imposición y la imprevisibilidad del mismo, las personas nos vemos obligadas internamente a construir diques que protejan nuestra identidad de los embates de realidad que el paso del tiempo supone. Nos inventamos protocolos, creencias sobre nosotros y el mundo, que nos ayuden en este sentido; es más, en el fondo sabemos que por mucho que tratemos de anticiparnos, vivimos un alto grado de aleatoriedad y somos, en el fondo, frágiles. Por esta razón, nuestros esquemas han de ser férreos, resistentes a las tentativas de la vida de “caotizarlo” todo. Entonces nos volvemos intransigentes con nuestros puntos de vista como argumentos objetivos a modo de estandartes que nos arengan e identifican y le comunican al otro que no estamos dispuestos a dejarnos inestabilizar por sus divergencias o visiones alternativas. Y es que nuestro equilibrio es tan frágil…

Supone un cierto esfuerzo aferrarse a los axiomas que hemos decidido más plausibles como definiciones del mundo y la vida, porque, a fin de cuentas, sabemos que su validez es finita, depende de las circunstancias vitales, y que no somos omniscientes por muchos argumentos que manejemos. Y el tiempo también influye en estos diques mentales, en sus materiales, que tienen que ser revisados después de un tiempo de uso. Pensar en cómo pensamos o sentimos, lo que damos por hecho y bueno, cada cierto tiempo, es una manera de comprobar si esas estructuras siguen haciendo la función de protegernos del mar embravecido del cambio constante, teniendo en cuenta las condiciones en que vivimos. Por esta razón, a medida que pasa el tiempo, los pilares que venimos usando dejan de servir, muestran grietas, e incluso colapsan.

Ya no pensamos lo mismo de la gente, perdemos el interés en aquello que nos apasionaba o se desinflan las palabras que antes eran sagradas, lo cual, a pesar de ser un proceso natural de desgaste –quizá beneficioso–, nos desasosiega, nos pone en crisis –«ya no soy la misma, no me motiva lo que hago o con quién estoy, y no sé por qué»-.

Si la estructura del dique sigue siendo imprescindible pero no tenemos recursos para repararlo íntegramente, haremos pequeños ajustes, pondremos parches, o dicho menos metafóricamente, defenderemos posturas que ni nosotros mismos nos creemos, argumentamos de maneras más forzadas y totalitarias, o descontamos al otro para no escucharlo. Tenemos miedo de que ese espigón de hormigón armado y bloques dé paso libre al caos interno.

Esa fatiga la podremos sostener un tiempo, pero terminará por colapsar. También cabe la opción de replantearse el proyecto entero, y si este día en concreto lo seguimos necesitando, por ejemplo, si seguimos necesitando creer en el progreso continuo sin mirar a los lados, o si puedo seguir pensando de mí mismo que nunca voy a librarme del peso de la crítica. Quizá, pasado el tiempo, después de haber usado y habernos guiado por unos valores o creencias, si sentimos que nos cuesta mantenerlas, puede que estemos ante uno de los signos más evidentes de que esas a creencias ya no nos sirven. Nuestras miradas sobre el mundo no son más resistentes y perennes que los enormes bloques de hormigón que desafían al mar, y es que el mar de la vida no dejará de batir sus olas sobre nosotros.