BERTA GARCIA
CONSUMO

Fiscalidad ecológica

Aunque el término fiscalidad ecológica se retrotrae a principios del siglo pasado, en la actualidad es cuando más se escucha. Pero, por contra, sus fines actuales distan mucho de las buenas intenciones que tenían sus impulsores. La brillante idea subyacente en «quien contamina paga», con miras a impulsar comportamientos más acordes a la sostenibilidad medioambiental, ha quedado pendiendo únicamente sobre la cabeza del más débil, que es el consumidor.

Si partimos del hecho incuestionable de que se han sobreexplotado los recursos naturales en aras de una producción y consumo desmedidos, este tipo de impuestos se justifican por sí mismos, ya que surgieron con el fin de reducir las actividades más insostenibles y promover alternativas industriales y/o productivas menos agresivas. Hasta aquí todo bien: el impuesto recaudado se destinaría a sufragar los gastos del daño causado, amén de actuar como medio disuasorio para modificar comportamientos de producción y consumo. Pero no ha sido efectivo, ya que, por un lado, los gobiernos lo utilizan con afán recaudatorio para «paliar» otros agujeros presupuestarios, y las industrias desplazan su producción hacia otras alternativas «más ecológicas» con el interés de cobrarse esos tributos en forma de ayudas a los cambios.

Seguimos en tablas: las administraciones públicas intentando desplazar sus residuos territoriales a otros emplazamientos, ideando nuevos impuestos y ecotasas; las industrias burlando la finalidad del tributo, deslocalizando la producción, precarizando el empleo, trasladando los consumos energéticos de un tipo de producto a otro y a esa «innovación» vestirla de verde; los destinatarios finales, pagando el pato de los cambios estructurales y de la pérdida de competitividad. Es lo que pasa con todas las ideas brillantes: que acaban sirviendo al señor equivocado, aquel a quien los consumidores pagamos los tributos para engorde de sus haciendas.