IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Tiempo, el suficiente

En principio, pensamos en el tiempo como una línea, una línea de acontecimientos que se suceden en una relación causal entre lo de ayer y lo de hoy, y por ende, entre lo de hoy y lo de mañana. El tiempo avanza y lo que hagamos con él es cosa nuestra, pero lo vivimos como si se tratara de un vehículo en continuo movimiento al que vamos subidos, y del que no podríamos bajarnos, por lo menos hasta que el vehículo llegara a nuestra última parada.

Aún así, su movimiento no está del todo asociado a nosotros como individuos y, de algún modo, tenemos la sensación de que, cuando nacemos, nos subimos a algo ya en marcha y que, una vez hemos dejado de ser pasajeros, éste aún sigue circulando. Es fácil pensarlo así cuando somos testigos de cómo la gente de alrededor nace y muere. Nuestro tiempo individual se funde, cruza y modifica con los tiempos de los otros y con “El Tiempo”. Podemos medirlo con un reloj, es el símbolo más universal, pero éste no deja de ser un aparato diseñado para capturar en un símbolo –numérico, ordinal– lo que realmente vivimos en nuestras propias carnes, y como símbolo, tiene una influencia diversa en los individuos, que lo leemos con nuestro propio filtro.

Dicho de otro modo, las 15:00 no significa nada más que un punto en el que hacemos algo, nos pasa algo, y nuestra vivencia de ese “algo” realmente no se puede medir objetivamente: su “duración” varía según nuestra percepción. De modo que a las 15:01 hemos podido haber vivido un instante o un mundo. Algo que sucede en nuestro lóbulo temporal –encargado, entre otras cosas, del establecimiento de la continuidad en nuestra vida– cuando ese instante es muy intenso, es que sufre interferencias, literalmente, y le es difícil ejercer su función, razón por la cual, por ejemplo, las víctimas de agresiones no son capaces en ocasiones de generar una narración temporal coherente cuando se les pregunta.

Mientras está activa la emoción intensa, y el trauma en particular, esta influye profundamente en esta capacidad de contemplación temporal. Y entonces, nuestra vivencia de nuestro tiempo se hace distinta a la de los demás, a veces para siempre. Para siempre porque en ocasiones, mucho más habitualmente de lo que pensamos, vivimos atrapados en el tiempo; en uno propio. Reaccionamos a y recordamos intensamente aquella ocasión tan importante, y nuestro cuerpo, ante otra que se le parezca suficientemente, nos coloca en la misma tesitura física, mientras que nuestro cerebro, al unísono, nos proyecta en la mente lo necesario para reaccionar como entonces, y tratar de adaptarnos –bien o mal– como entonces.

En esta ocasión también podríamos decir que viajamos en el tiempo. Otras veces, la rutina incesante hace que los límites se desdibujen, y las horas del reloj o los días del calendario no signifiquen gran cosa, convirtiéndose nuestro tiempo en una mar sin olas. Cuando somos niños, cuando estamos enfrascados en nuestro trabajo, cuando tenemos familia, cuando nos acercamos al último periodo de la vida, el tiempo nunca es el mismo, no lo apreciamos igual, no nos influye de la misma manera, y sin duda, no podemos llamar “objetivo” al tiempo de una misma tarde de verano para quien está descubriendo el mundo o para quien se despide de él, del mismo modo que tampoco podemos hacerlo manteniendo una mirada de observador imparcial –occidental, masculina, de mediana edad, productiva–, porque también será una percepción mediada.

De una manera similar, somos receptores de nuestra Historia, de nuestra Cultura, o más precisamente, de nuestras historias y culturas, y en cada persona éstas tendrán un desarrollo distinto, creando nuevas visiones de los tiempos por venir, cambiando quizá de vehículo, dirección o impulso y ofreciendo eso a quienes vienen después. E incluso esto, es y será subjetivo.