MIKEL INSAUSTI
CINE

«Shichinin no samurai»

En el repaso a los clásicos universales del cine el primer título japonés en aparecer debe ser sin duda “Shichinin no samurai” (1954), porque al día de hoy sigue siendo la película nipona más popular y reconocida en Occidente de toda la historia. Hecha por el que en mi opinión ha sido el maestro más grande, aunque haya un sector de la crítica que anteponga a Yasujirô Ozu en detrimento de Akira Kurosawa. En cualquier caso, ambos forman junto a Kenji Mizoguchi el gran triunvirato del cine hecho en su país. Kurosawa ya había ganado en la Mostra de Venecia el León de Oro con “Rashômon” (1951), creación que había revolucionado la narrativa cinematográfica, cuando vuelve a concursar con “Los siete samuráis” (1954) obteniendo en esta ocasión el León de Plata a la Mejor Dirección, en competencia directa con Federico Fellini y “La Strada” (1954), con Elia Kazan y “La Ley del silencio” (1954), y con su compatriota Kenji Mizoguchi y “El intendente Sansho” (1954). La película trascendió el género nacional del chambara, conociendo el remake de Hollywood en clave de western con “Los siete magníficos” (1960) de John Sturges. Pero su influencia en el cine occidental iba a ser tal que Sam Peckinpah, Sergio Leone, Martin Ritt, George Lucas, Martin Scorsese o Steven Spielberg se basarían en su obra parcial o totalmente.

Es cierto que Kurosawa era conocido en la industria japonesa del cine como tenno, término reverencial que se adjudica al emperador. Se podía entender de varias maneras, bien porque procedía de una estirpe de samuráis y militares y a la hora de dirigir una producción bélica e histórica imponía respeto, o bien porque su perfeccionismo le llevaba al máximo nivel de exigencia con sus colaboradores. Su temperamento era asimismo el de un guerrero, debido a que desde niño le habían educado para soportar el sufrimiento. A indicación de su padre y de su hermano mayor, con tan solo 13 años hubo de contemplar las consecuencias dantescas del gran terremoto de Kantô en 1923, con los cadáveres diseminados por lo que quedaba de las calles de Tokyo.

Pero por muy nipón que fuera nuestro pequeño Akira, al hacerse mayor adquirió una enorme cultura literaria que le llevó a ser considerado por sus compatriotas como occidentalizado. En concreto la idea argumental para “Los siete samuráis”, aunque estuviera exactamente ambientada en el Japón feudal del siglo XVI, la tomó de la tragedia griega de Esquilo “Los siete contra Tebas”. Esa querencia por el arte foráneo le generó muchos problemas con la productora Toho, que prefería apoyar productos nacionales como “Godzilla” (1954). Y eso que para plantear el proyecto el cineasta tuvo que esperar hasta el fin de la ocupación en 1952, cuando se levantó la prohibición estadounidense de tratar temas patrióticos como el del Código del Bushido.

La filmación de la película supuso una guerra constante con la Toho, porque se alargó casi durante un año. En realidad fueron 148 días de rodaje, con interrupciones y parones en los que Kurosawa se iba a pescar para no perder la concentración. Las condiciones meteorológicas fueron infernales, con diluvios que convirtieron los escenarios en exteriores en un barrizal, excepto en la famosa batalla final en la que el maestro supo sacar provecho de la lluvia. La Toho no solo no pudo imponer el trabajo en estudio, sino que hubo de ceder ante el deseo del director de rodar con varias cámaras simultáneas para obtener planos más largos desde varios puntos de vista y evitar los cortes. En el interminable proceso previo de escritura del guión Kurosawa, Hashimoto y Oguni ya habían enfermado. Todo estaba muy documentado, menos el personaje de Toshiro Mifune, incorporado a última hora como elemento dinamizador, y el actor tuvo que inspirarse en un león salvaje.