IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Las asimetrías del amor

Hay alguna necesidad más potente que sentirnos queridos, queridas? Nos mueve la mayor parte del tiempo y, aunque otras necesidades estén cubiertas, si ésta no lo está, va a reclamarnos atención desde la trastienda en prácticamente todo lo que hagamos.

Pero, ¿podemos renunciar a esta sensación? Sin duda podemos negarla y decirnos “yo no necesito a nadie”, pero ¿renunciar realmente? Parece difícil ya que nacemos en entornos en los que las relaciones en general forman parte del medio ambiente, y aún con todo, sabemos que ni los lazos de sangre ni los acuerdos de pareja necesariamente implican que la sensación de ser queridos nos toque en esencia.

En otras palabras, no por el hecho de estar juntos surge el amor, o el afecto, y a menudo, como el resto de necesidades, esta también tiene que competir con otras. Por ejemplo, si tú y yo damos un paseo, puede que después de un rato yo necesite pararme a comer algo –me he levantado muy temprano– pero tú necesites que volvamos porque vas a llegar tarde a algún sitio importante y a ambos se nos ha ido el santo al cielo; ¿qué hacemos entonces? ¿la necesidad de quién prevalece? ¿quién está dispuesto a perder o a lidiar con la incomodidad? Ambos podríamos discutir sobre lo relevante que es cubrir nuestra necesidad antes que la del otro, y pedirle a este que se flexibilice. Y algo así sucede con las asimetrías del amor. El amor, quizá más que ningún otro sentimiento humano, se ha culturizado; es decir, se ha visto distorsionado o condicionado por lo que “pensamos” sobre el amor, más que por la emoción en sí.

Durante miles de años hemos discutido, escrito, cantado, esculpido, pintado, bailado… al amor, fruto de lo cual hemos llegado a construir un ideal de amor en nuestra cultura; una serie de creencias en torno a lo que este debe ser y que, sin decirlo, influye en las relaciones de afecto más allá e incluso independientemente de la vivencia real. Algunas de ellas son creencias que nos elevan –no hay nada como sentirse querido recíprocamente, cuando dos personas se quieren pueden afrontar la vida acompañados– y otras nos limitan. Debe ser incondicional, ciego, para amar se debe renunciar, o si se ofrece, ha de ser aceptado sin límites. Sea como fuere, el amor se siente, pero al mismo tiempo se alimenta de pensamientos y de gran cantidad de abstracción, razón por la cual estas creencias pueden terminar dando forma a las relaciones sin que nadie lo haya decidido, de forma automática.

La contradicción entre la creencia y el sentir a veces nos confunde la piel, nos hace dudar y nos cuestiona sobre si queremos o nos quieren “adecuadamente”. Sin embargo, esta perspectiva altamente idealizada en uno u otro sentido, llena de pensamientos y aspiraciones –y a veces obsesiones– convierte la relación de amar en una experiencia solitaria o individualista cuando estar inmersos en lo que debería ser no incluye al otro en la ecuación. Puede sonar a perogrullada pero amar incluye al otro, y si no es así, si sucede en gran parte en nuestra cabeza, amar se convierte en exigente cuando el otro es un objeto bienintencionado para cubrir la necesidad a la que no podemos renunciar.

Quizá lo hemos sentido ambos, o somos familia, quizá hablamos de ello, pero quizá no te cuento lo que significa, o no respetamos nuestras distancias, quizá hay quien confunde amar con ser uno, con la simbiosis, y quizá ese tipo de amor recuerde más al que necesita una niña pequeña, o un niño pequeño, que a lo que pueden inventarse dos adultos, con límites y sueños, con identidad y necesidades propias.