XANDRA ROMERO
SALUD

Trastornos de alimentación en el niño

Los trastornos de la conducta alimentaria del niño pequeño constituyen un motivo de consulta frecuente. Su diferencia con los que conocemos en adolescentes y edad adulta es que en estos existe una alteración de cómo la persona percibe su imagen corporal y que subyace un problema psiquiátrico.

Por lo general, las dificultades en la ingesta de los niños aparecen durante los primeros 6 años de vida aunque son más frecuentes en los menores de 3. Se ha relacionado el inicio de estas alteraciones con el cambio de alimentación en el momento de producirse la transición entre la leche a utilizar utensilios como cucharas en puré y frutas trituradas así como en la siguiente fase a comida sólida.

Los tipos de trastornos alimentarios infantiles que se conocen podrían clasificarse de la siguiente forma: cuando utilizamos el concepto general para referirnos a cualquier problema en relación con la alimentación del niño hablaríamos de dificultad en la alimentación; en este caso podemos hablar de la falsa percepción por parte de los padres de que hay una ingesta inadecuada hasta los auténticos trastornos del comportamiento alimentario.

En segundo lugar, encontramos la neofobia, un fenómeno muy común en la primera infancia, que consiste en el rechazo por parte del niño a probar alimentos que son nuevos para él. Aunque no constituye un riesgo de consecuencias afectivas ni nutricionales, es importante solucionarlo a tiempo.

Y en tercer lugar, nos referimos a un problema de alimentación lo suficientemente importante como para producir un trastorno nutricional o socioemocional en el niño pequeño, afectando también a sus cuidadores y que requiere un tratamiento específico.

En este sentido, antes de alarmarse sobre la ingesta del niño, es preciso tener en cuenta nuestras expectativas como cuidadores tales como acabar con toda la ración servida pues la consideramos adecuada, terminarla en un tiempo razonable, educar...

Pensemos también que el niño puede no tener las mismas expectativas en relación a esa misma comida: saciar el apetito, jugar con el cuidador, protestar o llamar la atención sobre otro problema.

A priori, parece sencillo de entender si se explica así. Sin embargo, si trasladamos esta discrepancia al día a día, a todas y cada una de las comidas y, si no se maneja de forma adecuada, a medio o largo plazo puede que aparezcan consecuencias negativas físicas (nutricionales) y psicológicas (afectivas).

Por eso, para el tratamiento, lo principal es hacer una valoración global que descarte la presencia de signos de una enfermedad orgánica. No obstante, la mayor parte de las veces, probablemente se trata de un “simple” desequilibrio entre lo que los cuidadores creemos como “normal” en relación a tipo de alimentos, cantidad y horario y el apetito real o situación emocional del niño.

Si pensamos en adolescentes o adultos con trastornos alimentarios, sabemos que la focalización de los problemas sobre la comida y el cuerpo no es casual. Y es que el acto de comer no es solo una necesidad básica para nuestra supervivencia, sino que contribuye de forma esencial a la relación con nuestro entorno y familia, por lo que para que el proceso de desarrollo de la alimentación sea adecuado desde la infancia, es necesario que todos los factores implicados (biológicos, psicológicos y sociales) se relacionen adecuadamente, facilitando que adquiramos las habilidades correctas y una adecuada regulación de las señales de hambre y saciedad, a la vez que asimilamos el momento de comer como un proceso normal a través del cual aprendemos también a socializar.

Tengamos en cuenta por ejemplo que no tiene sentido pretender que nuestro hijo tenga hambre a la hora de comer (o que le apetezca lo que allí servimos) si en el desayuno o a media mañana ha tomado como es común, galletas, cereales azucarados, zumos comerciales, bollería o postres lácteos.

Estos son productos cargados de calorías vacías, que sacian su apetito y que además son más atractivos que la comida de verdad. Asimismo, estos productos suelen tener un sabor potente que a la larga altera su percepción del sabor, decantándose así poco a poco hacia los alimentos insanos.

En cualquier caso, si nuestra primera opción es obligarle a comer, recordemos que en adultos y en niños, “prohibir es despertar el deseo”, por lo que resulta totalmente contraproducente, y si la causa de la falta de apetito es otra, lo adecuado será buscar el origen y solucionarlo, pero nunca será una buena opción obligarles a comer.