Álex Ayala Ugarte
GUSTU, homenaje a la materia prima

EL RESTAURANTE QUE CUENTA LA HISTORIA DE LOS INGREDIENTES

Gracias al impulso del empresario gastronómico Claus Meyer, el restaurante boliviano Gustu —«sabor» en quechua— se ha convertido en uno de los más creativos de Latinoamérica. Desde hace varios meses, sus chefs, jovenes talentosos con espíritu aventurero, encabezan expediciones a lugares remotos en busca de nuevos sabores silvestres. El objetivo: elevar los ingredientes menos conocidos de las poblaciones indígenas a los altares de la alta cocina. 

Cuando viaja, Marsia Taha no acumula decenas de selfies en el teléfono móvil frente a monumentos que ya han sido fotografiados miles de veces o desde miradores con vistas espectaculares pero que, de tanto que se han difundido, comienzan a parecer una postal soporífera. Tampoco regresa con los típicos suvenires clonados, que se repiten como si fueran un estribillo pegadizo en las tiendas de recuerdos para turistas. Ni con los imanes que acaban convirtiendo el frigorífico en algo similar a un mapamundi. Taha, la jefa de cocina del restaurante boliviano Gustu, una mujer de cabello ondulado, brazos largos y delgados, raíces búlgaras y 29 años, suele enfrentarse al paisaje con ojos engolosinados, como si estuviera dispuesta a comerse hasta el barro de los caminos. Esta idea no parece tan disparatada en un país como Bolivia, con tres grandes pisos ecológicos y un abanico de delicias exótico e inimaginable, donde hay desde arcillas y raíces comestibles hasta unas hormigas culonas que enriquecen la dieta con sus pro-teínas y micronutrientes.

El pasado junio, en una expedición multidisciplinar organizada por el restaurante que capitanea y la Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre, Marsia recorrió 1.400 kilómetros para interiorizar la realidad que hay detrás de los ingredientes nativos.

La primera parada fue en Agua Blanca, una población de casas sencillas con una alimentación basada en la caya, un producto con un color oscuro muy característico que se obtiene tras deshidratar la oca (un tubérculo andino). Sus habitantes usan la caya para hacer guisos, pan, galletas. «Un poco de todo —dice Taha unos meses después de haber estado con ellos—. Y mal no les va: a mí me parecieron saludables y fuertes». Allí han aprendido a desterrar la palabra enfermedad del vocabulario y a alimentarse bien como un método de supervivencia. Según la chef, el hospital más cercano está a cinco horas en coche, una distancia insalvable cuando hay una emergencia y toca evacuar a alguien.

 

En otro sector de Apolobamba, la región fría, de belleza atávica, que acogió los primeros días a los miembros de la expedición culinaria, la chef caminó entre arbustos y flores junto a los kallawayas, unos curanderos itinerantes que han aprendido a identificar las plantas en función de sus beneficios. «Pulmón, riñón, circulación, cerebro», enumera ahora Marsia como si fuera uno de esos señores que “interpretan” las yerbas para curar una torcedura o un resfriado.

En tierras calientes comió tuyu-tuyu, una larva de coleóptero que crece en el árbol de palma y se consume desde hace décadas. Y antes del punto final de la travesía probó un hongo sabrosísimo al que le decían “pechuga de pollo”, se emocionó con una chirimoya amarilla que tenía «una textura gelatinosa muy particular» y disfrutó al ver la forma de bumerán de algunos ñame, unos tubérculos fáciles de digerir y ricos en carbohidratos.

En una época en que los restaurantes más reputados son casi como museos para los críticos, los foodies y los sibaritas, el objetivo de los expedicionarios era conocer de primera mano las rutinas de los productores y la significación histórica y antropológica tanto de los insumos silvestres como de los cultivos domesticados; y demostrar que la gastronomía no es patrimonio exclusivo ni de las cocinas modernas ni de sus cocineros.

Agricultores, ganaderos y pescadores. En el restaurante Gustu, que abre sus puertas todos los días en la zona sur de la ciudad de La Paz (en la calle 10 del barrio de Calacoto), siempre han ensalzado el papel de los agricultores, los pequeños ganaderos y los pescadores. Su menú es un homenaje a la materia prima: remolacha y chima; yogurt de cabra y papalisa; quinua y yuca; terrina de cerdo, hibiscus y papas amazónicas; palmito y vinagre balsámico; la mejor parte del pollo; maca y miso; zanahoria de la Carmen; trucha, tumbo, ají fermentado y llullucha; o leche y achiote. El disparador de algunas de las propuestas que muestra la carta fueron los ingredientes de las aldeas y pueblos que Marsia visitó el pasado junio, como la papa voladora, la miel de abeja señorita o un coco que, al caer al suelo, transforma su interior en una especie de esponja que absorbe el jugo, y que ha inspirado un plato que se llama “manzana de coco y leche de tigre”. «Aquí, el trabajo de creación no va de dentro hacia afuera, sino de fuera adentro. Primero, seleccionamos los ingredientes que nos parecen más interesantes y los cocinamos con las mismas técnicas que se utilizan en los lugares de procedencia. Después, hacemos pruebas con ellos: los fermentamos, los secamos, los pochamos... Y luego, los mezclamos con otros productos de temporada hasta dar con la mejor combinación de sabores», explica Taha. Se trata de un proceso que suele demorar semanas, donde todo cuenta, desde la química molecular hasta el ángulo de cada corte.

 

Gustu también es la suma de experimentos fallidos. Marsia, por ejemplo, estuvo una temporada desorientada porque no conseguía desamargar el tarwi (una leguminosa de origen precolombino que reduce la ansiedad y alivia el insomnio); hasta que decidió comprarlo semiprocesado, tras averiguar en las inmediaciones del lago Titicaca que para quitarle la amargura debía remojarlo en las aguas de un río. Y Christian Gutiérrez, uno de los sous chef del restaurante, aún no ha logrado dar con la tecla adecuada para que el “helado de gusano” —así llama él a uno de sus platillos— tenga aceptación inmediata entre los comensales.

El restaurante nació el año 2013 de la mano de otro iconoclasta: Claus Meyer, un empresario culinario danés que, cuando era niño, se acostumbró a comer albóndigas de lata y verduras congeladas. «A los 15 años, pesaba unos 100 kilos y debía de ser uno de los chavales más gordos de Dinamarca», recordaba, en inglés, un año después de que Gustu se inaugurara. A los 20 años, convivió con una familia francesa que solía comer hortalizas recién cosechadas y convirtió esta experiencia en una filosofía de vida. Años más tarde, revolucionó la cocina nórdica como uno de los fundadores del multipremiado restaurante Noma de Copenhague. Impulsó un manifiesto que apuesta por el respeto en la relación entre el hombre y la naturaleza. Y desde que se animó a invertir en Bolivia, Gustu se ha consolidado como restaurante escuela y ha generado alianzas para impulsar proyectos como el Suma Phayata (“bien cocinado” en aymara), que está relacionado con la comida al paso, o la red de cafeterías Manq’a de la ciudad de El Alto, que promueve una dieta equilibrada en calles donde se abusa del consumo de arroz, azúcares o grasas.

Un menú para Bergoglio. Hasta el momento, el desafío más grande en la biografía del restaurante fue una invitación para conocer al Papa gracias a las gestiones de la embajada de Bolivia ante el Vaticano. «Fuimos en abril con la cocina a cuestas: con casi dos toneladas de insumos —recuerda emocionada Sumaya Prado, la gerente de comunicación de Gustu—. Nosotros somos un restaurante ‘kilómetro cero’, que solo utiliza ingredientes nativos, y tuvimos que darnos formas para llevar productos como el chuño (papa deshidratada), el maní o la huacataya (una hierba aromática)». El encuentro con el Papa fue en la plaza de San Pedro: Bergoglio bromeó sobre el famoso picante boliviano y recibió un libro sobre el Madidi (uno de los parques nacionales con mayor diversidad del planeta), un delantal, un chal de alpaca, incienso y una bandeja de postres con un alfajor que en vez de dulce de leche tenía un relleno elaborado con quinua. Al día, siguiente, el equipo preparó un menú de siete pasos para 250 representantes diplomáticos acreditados ante la Santa Sede. Y regresó con rosarios bendecidos y una ristra inolvidable de fotos.

Unos meses después, el sous chef Christian Gutiérrez acompañaría a un grupo de indígenas tacana en una de sus incursiones legales para cazar caimanes en la Amazonía boliviana. «Para ellos, son tres semanas de esfuerzo. Recorren el área en pequeñas canoas llamadas peque peque y están ocho o diez horas abriéndose paso entre la vegetación y exponiéndose. Sus armas son de bajo calibre y muy antiguas: yo vi hasta cómo se les rompía el mango de una escopeta. Y el ‘agarrador’, el encargado de sujetar la cabeza del lagarto para controlarlo, a veces sale lastimado cuando lo intenta», cuenta.

 

En Gustu, el lagarto se sirve en escabeche acompañado de frutillas y cáscara de sandía, y saben que para comprender a cabalidad un producto experiencias como la de Christian con los cazadores tacana son inevitables. Hace algunos años, la anterior jefa de cocina, Kamilla Seidler, una danesa enérgica de ojos marinos, alucinó con una sopa vegetariana con sabor a cerdo que había preparado una de sus aprendices. El “secreto” era el algarrobo, una vaina dulce y rojiza que se consumía en la región donde la joven aprendiz había crecido, que tuvo éxito como ingrediente porque era familiar para ella, porque antes de meter el cucharón a la olla hizo memoria y pensó en cómo funcionaría.

En el sótano del edificio, en la cocina con más ajetreo del restaurante, hay varios carteles dirigidos a los cocineros con mensajes que funcionan como si fueran una suerte de mantra: “Hazlo bien”, “no mojar los enchufes”, “mesa limpia, mente limpia”. Y en la planta baja —al lado del comedor— hay una cocina más sofisticada donde se ultiman los detalles y se emplata. El viaje para los comensales comienza aquí. Un viaje a través del paladar. Un viaje que salta de un rincón a otro de la geografía boliviana.

En un terreno agreste, el de la cocina gourmet, en el que los chef estrella suelen aparecer en televisión para hablar de cómo se han hecho a sí mismos, Gustu cuenta un relato distinto: el del campesino que estuvo dos años trabajando duro hasta alcanzar una producción sostenida de papa pintaboca, un tubérculo con el interior de color morado. O el de la mujer chimán que solo habla tsimané —su idioma nativo— para comunicarse en una cocina, en mitad de la selva, donde se alimentan las mujeres y hombres con los corazones más sanos del mundo —según un estudio de la revista “The Lancet”—. O el de las comunidades indígenas que sienten que el país entero es como una despensa gigante.

El siguiente gran ingrediente de Gustu está ahí fuera, entre hongos crocantes con sabor a bosque y peces de aspecto prehistórico y frutos extraños que alfombran el suelo.

La receta para prepararlo: aún no la conoce nadie.