IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Vivir en las nubes

Hay un lugar dentro de nosotros, en nuestra mente, que actúa como una sala de espera, adonde vamos cuando todavía no sabemos muy bien qué hacer en la realidad o cuando ésta nos supera. Cuando estamos allí decimos que estamos “en nuestro mundo” o “en las nubes”. Nuestra mente trata de proveernos de un espacio virtual que nos permita movernos por la realidad de dentro y de fuera; presente, pasada y futura, sin necesidad –o cuando no hay posibilidad– de hacerlo físicamente.

Esto nos permite planificar y adaptarnos a realidades que no conocemos aún, o revisitar las que ya se marcharon en busca de recursos que nos ayuden precisamente en esa adaptación y en el crecimiento aparejado. Y no solo a modo de película que se proyecta en la pantalla del recuerdo o de la previsión, sino que también nos permite “vivir” parte de las sensaciones y situaciones que experimentaremos, acercándonos espontáneamente a lo que hoy se pretende replicar cuando se habla de Realidad Virtual, y que nosotros la llevamos de serie.

Algo que sabemos sobre nuestra percepción es que nuestros sentidos reciben estímulos tanto externos como internos, que se procesan por igual, de modo que tanto la luz o las palabras como las sensaciones corporales e incluso los recuerdos se convierten en información relevante para dar respuesta al entorno.

William James, un filósofo y psicólogo de finales del siglo XIX y un pionero en el estudio de las emociones y su transmisión, a este respecto, llegaba a preguntarse: ¿Lloramos porque estamos tristes o estamos tristes porque lloramos? En un intento de describir, precisamente, cómo los estímulos que emitimos los volvemos a leer y nos vuelven a influir –en este caso, el llanto–.

Esa virtualidad mental de la que hablábamos tiene incluso la potencialidad de sustituir a la propia realidad que nos rodea, y no solo cuando nos aislamos, sino también cuando tratamos de entenderla. Nuestra visión del mundo es tremendamente compleja e incluye además múltiples capas de emociones, creencias, pensamientos y asociaciones en niveles diversos, desde lo inconsciente a lo social o planetario.

Todo eso lo tenemos en cuenta para conformar nuestra realidad, pero como todos sabemos, esta construcción no es más o es sobre todo eso: una construcción. Y en ella vivimos, en un castillo que se eleva desde las raíces de la historia de nuestros antepasados hasta la última de las almenas con las aspiraciones más alocadas por encima de las nubes.

Y a pesar de que podamos encontrar mimbres que compartimos, la idiosincrasia individual, familiar, grupal y social puede divergir radicalmente, al punto de tener la sensación de que vivimos realidades diferentes estando en el mismo sitio. Recurrimos a este mundo todos de forma cotidiana, pero hay edades en las que adquiere mayor relevancia. Por ejemplo, durante la infancia y sus diferentes fases esta construcción tiene un enorme peso, ya que la realidad que aún no se conoce –y puede ser potencialmente peligrosa– se compone de las experiencias de otros que “se aprenden” a la espera de ser vividas en propia carne; o durante la adolescencia, cuando las expectativas sobre uno mismo y el mundo, incluidos los demás, sustituye arrogantemente las capacidades aún en desarrollo.

Durante la primera juventud y en adelante, ese mundo de lo imaginado, de lo recordado, se tiende a depositar en torno a quien uno es, y dónde va a vivir; se estabiliza pero nunca deja de producir contenido “audiovisual” por decirlo de alguna manera, que nos sirva de fuente de creatividad, de confirmación de la vida conocida, de temor o de refugio cuando las cosas se ponen muy feas o inestables. Y ya que es un mundo construido por nosotros mismos a lo largo de la vida, contiene trazas de diferentes momentos, y por tanto de diversa credibilidad. No lo podemos obviar, pero quizá tengamos también que recorrer “las nubes” con cierto tiento.