IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La vida a solas

Lo hemos oído mil veces: la soledad es la enfermedad del siglo XXI. En nuestras sociedades desarrolladas estar solo, sola, es el resultado de muchos cambios culturales, rápidos y ligados a nuestro modelo de vida: desde el tamaño menguante de la dificultad para conciliar vida laboral con vida familiar, las familias más pequeñas y diseminadas, los trabajos que deslocalizan, la precariedad, o la sensación ilusoria de omnipotencia en una sociedad avanzada como la nuestra.

Son algunos de los factores que van desligándonos, por un lado, del contexto social y, por otro, de la necesidad profunda de este. Y cuando esto sucede, pocas veces es elegido, lo cual termina mellando las entrañas del Yo. Los efectos son muy evidentes y afectan a la biología en lo más profundo de nuestra esencia, no solo como seres humanos sino como primates. El principal es el estrés, con sus múltiples afecciones físicas, la falta de energía, la sensación incluso física de incapacidad…

Y también en la dificultad para encontrar alternativas, la disminución de la creatividad y el empobrecimiento del pensamiento. Y todo ello sucede porque el otro es un espejo y en un estímulo imprescindible; como espejo lo necesitamos para explorarnos –las interacciones sociales nos permiten conocernos al sentirnos en el contacto con el otro– y como estímulo, para movernos, avanzar y cambiar –por el encuentro con la diferencia que nos obliga a adaptarnos–. El encuentro con los demás nos da una estructura de relación que nos mantiene vivos.

Dicho esto y a pesar de lo irrenunciable, a veces nos encontramos más aislados de lo que nos gustaría y con dificultad para revertirlo, para construir una red de apoyo que nos salvaría de esa sensación tan amenazante. Quizá no hace falta un grupo grande de gente, solo unos pocos con los que poder hablar de verdad. Puede que entre la gente que uno conoce pueda confiarle sus preocupaciones a un pequeño porcentaje, quizá de forma disgregada –a tal persona puedo hablarle de esto, a tal persona de lo otro–. Para esto hace falta algo de iniciativa, es cierto, bastante escasa cuando la soledad da sus primeras dentelladas y, por tanto, cierta confianza aún en que va a haber alguien ahí para mí, aunque no lo conozca aún.

Y aquí está la clave: algunas personas que viven la soledad han llegado a la conclusión contraria, lo cual retroalimenta el aislamiento y hace muy difícil cualquier tipo de intento. De hecho, para intentar algo que la desafíe, que trate de refutar esa losa terrible, a veces no tenemos fuerza para la acción pero sí mantenemos cierta autodeterminación quizá para desoír esa voz deprimente que acompaña y que dice: «¿Para qué, si no va a funcionar?». Desoírla con rudeza incluso, lo cual también es difícil porque esta voz, cuando estamos solos, se convierte en la principal –y a veces única– compañía. Así que hay que salir con alma de desafío y probar algo diferente: no solo buscar interacción para llenar un vacío, sino dar esa interacción a otros porque, aunque no lo creamos, aún en esos momentos de soledad todas las personas podemos seguir siendo estímulo y espejo para otros. Dar demuestra ser más efectivo que esperar a recibir en lo que a superar la soledad se refiere.

Por último, desoír esa voz inhibidora de la que hablábamos para «hacerlo igualmente», puede abrirnos la espita de los propios intereses, sepultados a veces tras el hambre de cubrir la soledad, y reencontrarnos con lo que nos gustaba hacer, y entonces, con un poco de confianza en que todavía tenemos algo de energía, centrarnos en alguno de ellos el tiempo suficiente como para “hacer” algo que no solo cambie nuestra red de personas alrededor, sino que le quite algo de sentido al comentario caníbal de «¿para qué?». Y entonces, al igual que la rueda de la soledad se creó en la mente a partir de algunos hechos reales, también puede crearse la rueda de la reconexión, con nuevos datos, y quizá con nueva gente.