IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Mézclate conmigo

Nuestra realidad social está repleta de códigos que dan forma a las relaciones y los comportamientos, algunos explícitos y declarados. Conocemos que existen leyes que rigen la convivencia, las normas de circulación, los contratos o las transacciones de tipo «yo te doy, tú me das». Sin embargo, ni mucho menos todas las normas que usamos están escritas, ni se expresan en forma de lenguaje. Las hay más protocolizadas y menos, y están presentes en la vida pública y la privada. Como el baile, que tiene una serie de pasos y precisa de un acuerdo tácito entre dos o más personas; o como las relaciones sexuales, en las que hay un ritual de señales que activan conductas mutuamente vinculantes y que hacen avanzar la actividad común no sin continuos reajustes.

También existen normas de comportamiento según los roles, según las cuales se espera de alguien que se comporte de determinada manera en función de su posición en un grupo, incluso al punto de que ese rol tiene la capacidad de secuestrar al individuo durante su ejercicio. Por ejemplo, si no traspasamos la barrera del rol, no esperamos que un futbolista pueda escribir un libro, o que un político pueda hacer ganchillo. Cuando colocamos a alguien, y esta persona se coloca, en un rol que “creemos” conocer bien, se quiera o no se establece un pacto no hablado para que nadie se salga de su sitio: ni quién actúa el rol, ni quién lo observa. Y estas dos circunstancias, la alienación del rol y del individuo y la “creencia” de que todos sabemos lo que implica dicho rol, hacen que los malentendidos proliferen, curse esto con decepción o sin ella.

Si a esto sumamos que no es fácil descifrar las claves no verbales que siguen rigiendo nuestra percepción de la otra persona, y que incluso antes de eso muchas veces no sabemos ni lo que estamos sintiendo ni lo que necesitamos de los demás, parece que nos entendemos de casualidad y que la comunicación auténtica entre personas es una fuente constante de frustraciones. Pedimos entonces un manual –a veces, literalmente– como el de las normas de circulación que mencionábamos más arriba, aunque si lo tuviéramos para cada persona no estaríamos dispuestos a leerlos todos. Queremos que no nos molesten pero nos entiendan, no tener que preguntar pero saber, que no haya conflictos y que las emociones no nos perturben en nuestras decisiones.

Sin embargo, la asepsia no llega ni para atrás, y cuando llega, es cuestión de tiempo que resbale al otro lado en forma de rigidez, de frialdad o, como resultado, de soledad. Y todo ello por evitar en un principio “contaminarse”, como decía la canción; o por no saber cómo hacerlo sin perder mis guías. De hecho, esta es una de las razones principales por las que preferimos mantener esa distancia entre el rol y la persona: nos es más cómodo, menos desafiante.

Si me abro al otro, aunque sea para preguntarle sobre su realidad, algo suyo me impregna, me toca, incluso aunque no responda. Es inevitable en cualquier relación y cuanto antes lo aprendamos, mejor. Y eso que me toca por lo general me implica de algún modo y me obliga a moverme de lugar interna o/y externamente, aunque esto no significa que necesariamente esté obligado a cambiar la realidad del otro por el hecho de conocerla.

De hecho, muy pocas veces el otro necesita que le ofrezcamos la piedra filosofal, por mucho que se queje. Pensemos en nosotros, en nosotras. ¿Necesito yo que la persona con la que comparto una dificultad o a la que pido respeto me diga lo que tengo que hacer? Probablemente no, o no habitualmente. Necesito que no me encasille, que me deje ser yo, que esté dispuesta a impregnarse, pero que luego me devuelva la responsabilidad, que en el fondo, siempre ha sido mía. Si perdemos el miedo a la invasión del otro, si dejamos de responsabilizarnos soberbiamente de la emoción del otro, quizá la comunicación sea menos frustrante.