IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Un relato de mí

Todos nacemos en el contexto de una relación. Esta tiene sus propias características, las que surgen del encuentro de dos subjetividades diferentes, de dos mundos con sus respectivas historias a su vez, y que se desarrollan en un contexto familiar, social y cultural. Así que, para empezar, no llegamos aquí en una balsa de neutralidad sino heredando las historias que nuestros progenitores, tutores y otros adultos tienden a contarse cuando están juntos.

Estas historias tampoco suelen ser narraciones habladas, sino más bien procedimientos, maneras de tratarse, hablarse y tenerse en cuenta en general. Todos sabemos la cantidad de información que podemos obtener de los gestos, los tonos o los silencios y también sabemos que esa información nos resulta mucho más relevante que el contenido de los discursos cuando se trata de saber quiénes somos para otros. Cuando somos niños, niñas, además de estar diseñados para fijarnos mucho más en el lenguaje no verbal (que es lo que habla de la relación), tampoco tenemos muchas opciones posibles a la hora de elegir en qué relaciones nos fijamos y en cuáles no. Los hijos se fijan en los padres, en los abuelos, los tíos y los maestros, y no pueden salir a la calle en busca de relaciones alternativas si estas no les satisfacen.

Así que, a lo largo del desarrollo, esas relaciones de intimidad importantes, por tener la exclusividad, van a ir ofreciéndonos un reflejo de nosotros, de nosotras, que parecerá el único posible; al fin y al cabo, los adultos son mucho más poderosos, sabios, y ¡son nuestros mayores! Por lo que sus miradas deben de ser ciertas –según la mirada concreta y sin alternativas de los niños–. Fruto de esas miradas construiremos un relato sobre nosotros mismos, los demás y la vida en general, pero uno sin palabras, o con unas pocas nada más, aquellas que se graban por su peso, o su reiteración, pero nada más.

El resto son sensaciones, que poco a poco, a medida que el pensamiento adquiere mayor capacidad, se condensan en conclusiones que pueden ser compartidas aunque no se sepa de dónde vienen. Algo así como «siempre he pensado que no soy bueno en las cosas que implican habilidades físicas» o «cuando alguien te dice que te quiere, piensa que te va a pedir algo a cambio». Si un entrevistador externo preguntara por qué o qué argumentos sustentan esas afirmaciones, la persona no sabría dar más que algunas referencias recientes de momentos que las ilustren.

Sin embargo, ninguna escena concreta que justificara por sí misma el profundo enraizamiento de unas afirmaciones como esas, que parecen imponerse siempre y cuando se trate de probar un nuevo deporte o relajarse con una potencial pareja nueva. Esas y otras afirmaciones, reflejo de aquellas miradas que nos definían, hoy se han condensado en una guía sobre aspectos importantes que buscar o evitar en las relaciones futuras. Aunque a ojos externos parezca una tontería, aquellas miradas aún influyen cuando evitamos iniciarnos en deportes en los que nos sentiríamos torpes o cuando no nos fiamos del todo de quien nos dice que nos quiere sin más.

Probablemente, en las situaciones que se parecen a aquellas del pasado, nos decimos aquellas frases alertándonos antes de que suceda de nuevo lo que sucedió entonces. No obstante, hoy igual queremos probar a ejercitarnos de una manera totalmente nueva y pasarlo bien, o dejar de sospechar de quien nos muestra su amor y también pasarlo bien. Entonces, lo primero que vamos a necesitar es un relato nuevo, uno que no niegue lo que nos pasó, cómo nos veían o lo que pensábamos de nosotros mismos, de nosotras mismas, uno matizado por el adulto o la adulta que somos, añadiendo un marco temporal, unos protagonistas y unas circunstancias. En definitiva, para liberarnos de aquellas afirmaciones, necesitaremos flexibilizarlas, no negarlas, contextualizarlas y decirnos: «soy aquello que me pasó, aquello que sentí y pensé... Pero eso no es todo».