Zigor Aldama
El proceso del Cachemir

Cabras de oro

El cachemir, la lana más codiciada, se ha convertido en uno de los principales motores económicos de Mongolia. Pero su éxito también es una amenaza para el medio ambiente.

Surenkhorol Buyantogtokh no es un hombre atareado. De hecho, pasa la mayor parte del tiempo oteando el horizonte, viendo cómo su ganado busca algo que rumiar en las estériles planicies del desierto del Gobi. Es uno de los 750.000 pastores nómadas de Mongolia, un país en el que habitan tres millones de personas y unos 66 millones de reses. Desde 2003, él es propietario de más de mil, razón por la que el Gobierno le concedió una medalla que muestra con orgullo. También desempolva un trofeo con la figura de un camello, que obtuvo cuando los suyos dieron a luz al mayor número de crías nacidas en Airag, un distrito de la provincia de Dornogovi.

Con tantos animales, Buyantogtokh pertenece a la aristocracia del nomadismo. No obstante, sus principales ingresos no proceden de la venta del ganado o de los productos lácteos que elabora su esposa, sino del cachemir que crece en sus ovejas. «Es lo que da más beneficio», reconoce. Por eso, hay un momento en primavera en el que la calma que reina durante el resto del año se rompe y una actividad frenética se apodera de la familia. «Depende del tiempo que haga, pero, por regla general, solemos esquilar a las ovejas y peinar a las cabras entre abril y principios de junio», explica.

Sí, peinar. Porque, a diferencia de lo que se hace con la lana de las ovejas o de los camellos, el cachemir se obtiene no cortando el pelo de las cabras sino peinándolo. «Tienen dos tipos de fibra: la exterior, que es más dura y similar a la lana, y el cachemir, que es la más preciada y la que está debajo. Tenemos que estar atentos, porque las cabras sueltan el cachemir de forma natural y marcan así el mejor momento para hacer el peinado. Es un proceso largo, porque hay que hacerlo a mano, con cuidado de no cortar el pelo», explica con una amplia sonrisa que deja al descubierto un reluciente diente de oro.

Según la Asociación de Cabras de Cachemir, «la calidad de la fibra depende de tres factores: la longitud, el diámetro y el grado de rizado». Los estándares de la industria fijan que debe medir al menos tres centímetros y que su diámetro no debe superar las 19 micras. En comparación, un pelo humano puede tener hasta 181 micras de grosor. «Trasquilar a las ovejas resultaría mucho más sencillo y rápido, pero cortaríamos el pelo y, además, se mezclaría con el otro tipo. Hay quienes lo hacen, pero reciben un pago muy inferior. Hacerlo bien merece la pena», añade Buyantogtokh.

El pastor cobra entre 60.000 y 90.000 tugrug (entre 20 y 30 euros) por cada kilo de cachemir. Puede parecer mucho en un país con una renta per cápita anual que no alcanza los 4.000 euros, pero no es tanto si se tiene en cuenta que cada cabra no produce más de 240 gramos al año. Para confeccionar un abrigo se necesita el material que producen seis animales. A pesar de todo, Buyantogtokh estima que gana entre 7 y 9 millones de tugrug con el cachemir: entre 2.400 y 3.050 euros. Una pequeña fortuna.

No es el único. Mongolia es el mayor exportador de pelo animal del mundo y representa el 42% del total. En el caso del cachemir, su puesto es el segundo, superado únicamente por China. Pero esa estadística tiene truco, porque casi toda la producción del gigante vecino se da en la provincia de Mongolia Interior. En cualquier caso, el cachemir es la segunda mayor exportación de la Mongolia independiente, solo por detrás del sector minero.

Todo ello gracias a los 27 millones de cabras que pastan en su territorio. Según el grupo italiano Schneider, Mongolia tiene una capacidad de producción de 9.400 toneladas anuales, de las cuales más de 400 acaban en Italia para coger forma de vestido, jersey o abrigo. El país europeo es el que más cachemir importa de Mongolia, seguido a gran distancia por Gran Bretaña y la propia China, que compran en torno a 50 y 40 toneladas anuales.

«La industria proporciona ingresos a más de 100.000 personas, de las cuales el 90% son mujeres y el 80% tienen menos de 35 años», se lee en el informe anual de Schneider. Pero el sector está todavía muy lejos de explotar todo su potencial. Sobre todo porque la calidad de la fibra se ha ido degradando debido a la avaricia de pastores que priman la cantidad. Por eso, en febrero del año pasado, el Gobierno diseñó un programa de cuatro años destinado a modernizar la industria y mejorar la calidad del producto.

Financiado con un fondo de 500.000 millones de tugrug (170 millones de euros), el Ejecutivo pretende que el cachemir no se venda sin procesar a China. Al fin y al cabo, la verdadera riqueza, y, sobre todo, los puestos de trabajo, se generan en el proceso que convierte la fibra en bruto en tejido. Si las previsiones de los dirigentes mongoles se cumplen, en 2020 el porcentaje del cachemir procesado en Mongolia alcanzará el 60%.

ONGs como la Wildlife Conservation Society también buscan que los pastores como Buyanrogtokh se beneficien más del negocio. Su objetivo es que incrementen sus ingresos por la materia prima y la fórmula que consideran más eficiente para lograrlo es la de crear asociaciones de ganaderos. Cuantos más sean, mayor será su poder de negociación. Además, estas cooperativas sirven para compartir conocimientos sobre la mejor forma de criar a las cabras y lograr que produzcan más cachemir.

Buyantogtokh no pertenece a ninguna asociación, pero sí hace piña con unos amigos a la hora de vender el material. «Nos avisamos de cuándo están los intermediarios en la zona y quedamos por teléfono para vender todo el cachemir juntos. Los compradores siempre tratan de estafarnos con precios muy bajos, pero cuando sumamos lo que tenemos es más difícil», cuenta con una sonrisa pícara.

Del campo a la fábrica. Los sacos de fibra animal procedentes de todos los rincones del país llegan en camiones a un puerto de carga de la mayor fábrica de productos de cachemir del mundo. Está a las afueras de Ulán Bator y es propiedad del grupo Gobi, que controla la marca homónima, su hermana de lujo Yama, y la antes rival Goyo. Es el mayor productor de abrigos de cachemir del mundo y una de las pocas empresas mongolas que ha iniciado un tímido proceso de internacionalización.

“From Goat to Coat” (de la cabra al abrigo), reza su ingenioso eslogan. Las instalaciones son gigantescas y es fácil perderse en su interior. Es evidente que Gobi ha invertido grandes sumas de dinero en maquinaria, y muchos de los procesos están ya automatizados. A pesar de ello, emplea aquí a casi 2.200 personas que desempeñan los trabajos que solo se pueden realizar correctamente a mano y con mucha paciencia.

Es lo que sucede en la primera sala, donde un par de docenas de mujeres, casi todas ya de cierta edad, separan la lana del cachemir y lo clasifican según su color. Hay cuatro: beige, marrón, blanco y gris. El primero es el más abundante –51%–, y el último es muy escaso –1%–, de ahí que el gris sea también el más codiciado. «Con tintes podemos obtener hasta 1.400 colores diferentes», informa la responsable de Comunicación, Khajidsuren Otgonbayar.

En las primeras salas, la fábrica huele a ger, la yurta tradicional mongola. Pero el aroma va desapareciendo según se procesa el material. Es un tratamiento largo y delicado: el cachemir tiene que ser limpiado, desentramado, teñido, mezclado, hilado y tejido. A partir de ahí, ya puede ser cosido. Y, para ello, cientos de mujeres abarrotan dos espectaculares salas en las que el cachemir de pastores como Buyantogtokh se convierte en ropa de lujo.

La corporación Gobi fabrica 1,1 millones de metros de cachemir, así como más de un millón de prendas de punto ya confeccionadas y 35.000 impresas. Son cifras que reflejan el enorme salto que ha dado esta empresa fundada en 1981 con ayuda de Japón, que la estableció como forma de restitución por los brutales actos cometidos durante la Segunda Guerra Mundial. «Hasta el inicio del siglo XXI, el 90% de la producción se exportaba, sobre todo a las antiguas repúblicas de la Unión Soviética. Ahora, Mongolia se está desarrollando y, con el crecimiento económico, ha nacido una clase media cada vez más pudiente. Así que hemos modificado nuestra estrategia para centrarnos más en el mercado local», explica la vicepresidenta, Ariunaa Batchuluun.

Impacto ecológico. El cachemir es caro, pero sus detractores afirman que más lo es su huella medioambiental. No por el tratamiento que recibe en la fábrica sino por el animal del que se extrae. Las cabras necesitan comer un 10% de su peso cada día y, a diferencia del resto de animales domésticos en el país, arrancan la raíz de la hierba y dificultan que vuelva a crecer. Por esta razón, la ONG americana Personas por el Tratamiento Ético de los Animales (PETA), considera que el cachemir es la fibra animal con mayor impacto ecológico, y estima que su poder destructivo es cien veces mayor que el de la lana de oveja. «La industria contribuye a la degradación del suelo y a su posterior desertificación», afirma la organización en su página web.

No es la única que piensa así. Un grupo de científicos de la Universidad Estatal de Oregón, en Estados Unidos, estudió la evolución de la estepa mongola utilizando imágenes por satélite de la NASA y concluyó que las cabras tienen gran parte de culpa en su degradación. De hecho, considera que está provocada en un 80% por el incremento en la población de este rumiante.

Otro estudio, esta vez realizado por expertos de la University of South Wales, en Australia, coincide en señalar el poder destructivo de las cabras, pero reduce el impacto que tienen en el entorno. «Aproximadamente, el 60% de la reducción en la vegetación, la cantidad de agua y la biomasa de superficie tiene su origen en variaciones de la precipitación y de la temperatura. Un incremento notable en el número de cabras y el aumento de los incendios son los dos principales factores no climáticos de la degradación», se lee en su estudio.

Las estadísticas son contundentes: en 1980 había unos 4,4 millones de cabras en Mongolia, seis veces menos que ahora. Entre 1992 y 1999, el período posterior a la caída del comunismo, se duplicó su población; y volvió a multiplicarse por dos en la década siguiente. Si se tiene en cuenta todo el ganado, Mongolia acoge ahora cuatro veces el número de reses de hace solo tres décadas.

De forma paralela, la crisis climática global ha provocado una tormenta perfecta. Porque la temperatura en el país ha crecido el doble que en el resto del planeta: 2,07 grados entre 1940 y 2014. Y la precipitación ha caído un 7% en ese período. En 2002, los científicos ya alertaron de que más del 70% del territorio del país estaba degradado, y, ahora, el 90% de la estepa está amenazada por la desertificación. El 12% de los ríos y el 21% de los lagos ya se han secado.

Así, el gran dilema está en cómo proteger a la vez el medio ambiente y los ingresos de pastores como Buyantogtokh. El programa de cachemir sostenible de WCS considera que gran parte del problema reside en que los nómadas cada vez se mueven menos, y que eso provoca una mayor degradación del pasto. Por eso, la organización alienta una trashumancia más constante, de forma que se facilite el crecimiento de nueva hierba.

El trato a los animales. Por si fuese poco, PETA añade que el cachemir no es tan inofensivo como parece. Es lógico pensar que se trata de una fibra animal respetuosa con las cabras porque no requiere matarlas para obtenerla, pero, en los último meses, la ONG ha filmado la crueldad a la que se somete a los animales en una treintena de granjas de China y de Mongolia, los dos países que suman un 90% de la producción mundial de cachemir.

Los vídeos que han grabado recogen cómo se peina a las cabras con instrumentos metálicos que se utilizan con gran violencia. Las cabras gritan e incluso lloran, mientras los trabajadores de estas instalaciones arrancan la lana con los animales inmovilizados. Los ejemplares viejos, ya sin valor económico, son sacrificados en condiciones lamentables. Es duro ver las imágenes, y no es de extrañar que la campaña de PETA haya logrado arrancar a marcas como H&M el compromiso de retirar el cachemir de los materiales con los que trabaja. «Para facilitar el progreso, podemos invertir en el creciente mercado de textiles veganos, como el bambú, los acrílicos o la viscosa», propone el vicepresidente de las campañas internacionales de PETA, Jason Baker, en respuesta a las preguntas de 7K.

En Gobi niegan categóricamente que su cachemir provoque sufrimiento a las cabras. «Utilizamos el método más humano para adquirirlo», señala el catálogo de la empresa. Y Batchuluun lo confirma, aunque es evidente que no se trata de un tema que le agrade. «Creo que es algo que puede suceder en China. De hecho, muchas de las marcas allí se venden como ‘Hecho en Mongolia’, e incluso graban aquí sus anuncios, porque nuestro país tiene mucha mejor reputación. Pero, en realidad, esas empresas son de la provincia china de Mongolia Interior», defiende.

No en vano, Gobi ha hecho de la sostenibilidad una de sus señas de identidad. En los folletos que se reparten por todas sus tiendas señala que la empresa «ha eliminado de la producción todos los intermediarios innecesarios», y Batchuluun añade que la mitad del material se compra directamente a los pastores. También subraya con orgullo que Gobi pertenece a la Alianza de Fibras Sostenibles. «El cachemir representa una magnífica oportunidad para que un país como Mongolia se desarrolle», sentencia.