IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Emociones disfrazadas

De la misma manera que no siempre decimos lo que queremos decir, también cuando nos expresamos emocionalmente no siempre lo hacemos con precisión. Nuestro mundo interno es muy complejo; nuestro pensamiento y percepción están mediados por todo un universo hecho de historia y experiencias vividas, creencias y expectativas. Esta influencia hace que, por un lado, tengamos que traducirnos internamente nuestras vivencias y “saber” lo que estamos sintiendo.

Esto no siempre es fácil. Por ejemplo, si jamás se habló en mi familia de lo que supuso la Guerra del 36, a pesar de que los efectos fueron evidentes en la psique de mis familiares y en sus relaciones, cuando me pregunten sobre cómo creo que lo vivieron, no encontraré las palabras, ni seré consciente de la repercusión honda, si no hubo oportunidad de “cincelar” la experiencia a base de conversaciones –precisamente porque habrían sido conversaciones difíciles–. De esta forma, como adultos podemos no saber contarnos a nosotros mismos nuestras propias experiencias importantes si en su momento no las compartimos con nadie, o se nos criticó entonces por querer hablar de ello. Sin embargo, las vivencias en torno a esos hechos siguen teniendo una influencia y una “forma”, aunque no supiéramos describirla.

Si tenemos la suerte –o el hábito, como decíamos– de saber lo que nos pasa y tener una narrativa, y lo que nos sucede conlleva emoción, probablemente necesitamos de alguien que nos ayude a “cerrar” esa experiencia. Es decir, necesitaremos a alguien que reciba esa narración que cuenta nuestro relato y nuestra emoción y reaccione a ella; algo así como si la expresión emocional nos conectara porque aúna presiones entre cisternas, porque la presencia del otro y su reacción me ayuda a regularme, a entender y a modificar mi experiencia, pudiendo así digerirla y asumirla como mía.

A veces, a pesar de tener a esa persona que podría escuchar eso tan importante que tenemos que decir, las palabras que salen de nuestra boca o los gestos emocionales no siempre relatan lo que necesitamos o deseamos, sino que terminamos contando algo distinto. Y es que no en todas partes tenemos el mismo permiso para expresar todas las emociones por igual, bien sea por la cultura o el hábito.

Quizá en el entorno donde encuentro a esa persona o personas que creo que podrían entenderme, no es habitual que alguien se enfade con otra persona cercana, por ejemplo; o las muestras de ternura no son bienvenidas, o quizá en esta familia, asociación o grupo concreto no se tiene miedo… Estas reglas no escritas sobre lo que podemos o no hablar van a condicionar nuestra expresión, dándole un pequeño giro. No poder expresar esta o aquella emoción sin ser sujeto de crítica o sin que nos ignoren, no significa que nos tengamos que quedar sin ningún tipo de contacto.

Normalmente, cuando lo que sentimos es intenso, como decíamos, necesitamos la presencia y el contacto del otro más que sus “soluciones”. Así que buscaremos la puerta de entrada, y quizá disfracemos lo que queríamos decir. Quizá contemos como una preocupación lo que realmente nos enfada, o le quitemos entusiasmo a lo que realmente nos tiene dando botes. Quizá nos mostremos tristes cuando lo que realmente querríamos expresar es indignación o saldríamos corriendo de lo que nos entusiasma. Por lo menos, aparentemente y a ojos de esos otros que parecen marcar las normas.

De este modo, al menos preservamos la implicación del otro con nosotros, aunque sea, si mostramos la cara que esperan, se quedarán a escucharnos y podremos ir introduciendo parte de nuestro relato, del que realmente nos interesa y, poco a poco, iremos sintiendo el alivio de ir dejando fuera la emoción que nos activaba por dentro… Sin que necesariamente el otro se entere. No nos satisfará del todo, pero algo es algo.