IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Celebraciones

Cerrar etapas complicadas es, en sí mismo, complicado. Cerrarlas del todo y tener la sensación de que ya estamos en otro lugar, más ligero, más avanzado, más propio según el momento, lleva su proceso. El pistoletazo de salida de ese proceso puede ser el final de una relación, un trabajo, una estancia o una actividad que llegan a su fin y, aunque normalmente cuando pensamos en el fin sentimos que lo que sea ya va cerrándose tiempo antes, ese pensamiento, esa frase “esto se ha acabado” se convierte en un hito. La manera en la que salgamos de ahí va a ser un reflejo de lo que acabamos de dejar atrás, como un eco que reverbera una vez que se hace el silencio.

Y, si nos ponemos a revisar, probablemente encontremos similitudes entre cómo empezó esa etapa y cómo termina. Sea como fuere, nuestra salida implica dos grandes movimientos, como en las piezas musicales, uno de añoranza y otro de agradecimiento. Esto puede sonar superficial, pero las implicaciones son profundas, y las emociones que facilitarán o dificultarán el avance serán diferentes si el final de lo que se acaba es elegido o no. Vivir supone implicarnos, entregarnos a las esperanzas o los deseos y sueños que ponemos en cada nuevo paso, en cada persona que elegimos a nuestro lado o en cada trabajo que pensemos desempeñar.

Sea lo que sea lo que hagamos, requiere de nosotros un vínculo y un deseo que nos mantenga haciéndolo, y dicho deseo no es otra cosa que la búsqueda de satisfacción de nuestras necesidades. Cuando las fases se acaban, normalmente se llevan consigo algunos deseos insatisfechos, algunos sueños que no fueron posibles, y a cambio nos dejan una vivencia de nosotros mismos, de nosotras mismas, que sea nueva, desconocida, una que, por decirlo de algún modo, surge al atravesar todo lo que esa etapa ha tenido.

Cuando esos sueños perdidos son profundos, cuando copaban una parte amplia de lo que nosotros entendíamos como felicidad, que no se hayan cumplido una vez terminada una etapa deja un eco de frustración o decepción, incluso de enfado y amargura que resuena largo tiempo. En el fondo, no deja de ser una manera de querer seguir vinculados con aquello que se fue; si yo sigo enfadado, decepcionado, triste eternamente, o sujeto a la indignación, el vínculo sigue… Aunque sea solo en mi cabeza. Todo avance, entonces, implica una despedida –que es precisamente lo que tratamos de evitar en la línea anterior –, en cierto modo una renuncia a quienes pensamos que seríamos después de todo aquello.

Y, si queremos avanzar, de uno u otro modo tenemos que encontrar el momento para hacer esa despedida, pero no necesariamente a cambio de nada. Y es que, cuando tenemos la vista puesta en lo que se fue, a veces pasamos por alto lo que ha dejado en su lugar. Como suelen decir los guionistas de cine, una buena historia es aquella que termina como esperábamos dada la presentación inicial, pero de una manera inesperada. Esa etapa nos ha dejado algo que, probablemente, también necesitemos agradecer. Para empezar, hemos aprendido, nos hemos aprendido, pero solo cuando podemos pensar sobre ello, no por el hecho de haberlo vivido, incorporamos las implicaciones de una etapa.

Necesitamos abrir un espacio a reconocernos lo pasado, a recoger los pedazos que sean necesarios y las perlas entre esos pedazos. Y quizá, llegado el momento, también agradecer que sigamos vivos del otro lado, que se haya acabado lo malo y que nos llevemos a la siguiente etapa algo valioso, pequeño o grande. Cuando el dolor todavía es grande, esta fase tarda en llegar, pero en algún momento, antes o después, necesitaremos celebrar que seguimos aquí.