Mikel Zubimendi
En busca del minimalismo perdido

El anhelo de lo mínimo y esencial

Vivir en una civilización compleja, frenética, de consumo desparramado, crea un impulso de retirada, especialmente en tiempos de caos y decadencia. Un sentimiento universal, un deseo abstracto, hacia un mundo diferente y más simple. «Menos es más», se repite como eslogan; «minimalismo», como marca de identidad mercantilizada. No faltan contradicciones y contraindicaciones. Pero, como todo, ambas deben consumirse con moderación.

En esta era donde la velocidad engendra más velocidad y nadie tiene el control, el volante en sus manos, apostar por el «menos es más» puede dar respuestas saludables. Pero esa apuesta esconde su demontre, su ironía. Te deshaces de tus cosas para obtener más tiempo, más experiencias, más crecimiento, más satisfacción y más libertad, siempre más y más, siempre con la noción de acumulación acechando. Además, tiene algo de elitista, se ha convertido en una forma de vida para la gente de clase media alta, con buena educación y profesiones liberales, una señal de privilegio que mucha gente no puede permitirse.

«Menos es más» es un mantra que se escucha aquí y allí, antes y ahora, en todo sistema económico particular y fase de la historia, como si fuera un hecho endémico de la condición humana. Los gurús de la autoayuda prometen que deshaciéndonos de nuestras cosas se resuelven nuestros problemas. Dietas limpias, bandeja de entrada de correos a cero. En medio del ritmo frenético y las distracciones de la vida cotidiana, buscamos austeridad, sí, diseño de interiores minimalistas, pero de lujo. Se está imponiendo un minimalismo que representa cosas que comprar y consumir. Pero el minimalismo, el verdadero, tiene regalos más profundos, más enriquecedores y más valiosos para ofrecer.

La amplia gama de enfoques e ideas que laten en el minimalismo (vacío, reducción, silencio…) siguen siendo herramientas valiosas que nos abren un espacio para definir quiénes somos como individuos. «Menos es más», como planteamiento, tiene multitud de funcionalidades. Entre otras, la de ser un correctivo de nuestra forma superficial de vida y una guía para formas más profundas de vivir que todavía tiene mucho que enseñarnos. Y debe servir también de crítica a las fuerzas del mercado que agitan la industria de bienes minimalistas con una tierna consideración de las emociones subyacentes, de la necesidad humana, incansable e intemporal, de reinventar los espacios que habitamos y de maximizar nuestro sentimiento de estar vivos.

Construir una vida que importa. El minimalismo, como término, se originó como el nombre de un movimiento de arte conceptual de la década de 1960. Pero como idea espiritual y filosófica, aparece por todo el mundo en diferentes momentos de la historia. Desde la exploración del vacío del budismo zen, a los estoicos de la antigua Grecia, desde la austeridad de los frailes franciscanos, a la Escuela de la Bauhaus, icono de la arquitectura moderna. Por tanto, tiene una profunda y diversa historia, que florece particularmente en momentos de crisis social e identitaria.

En la literatura, la arquitectura, la música y la filosofía, la idea del «menos es más» siempre ha seguido resurgiendo como si fuera una sombra que acompaña al progreso material, una reacción a la abundancia, una manifestación de los descontentos de la civilización. Es un sentimiento que se repite en diferentes tiempos y lugares de todo el mundo, allá donde se siente que la civilización es excesiva y ha perdido el sentido de autenticidad original que debe ser lograda nuevamente.

Más allá del «menos» como una opción para optimizar la existencia, se encuentra el camino hacia algo más extraño e intenso. Unas raíces profundas que surgen en bucle durante los tiempos del caos, cuando el mundo se siente cada vez más fuera de control, sufriendo un dolor universal para construir una vida que importa. En esos claroscuros emerge el minimalismo en toda su intensidad.

«Lamento de mi vieja bata». Abundan las referencias en la literatura. Oscar Wilde decía que «la simplicidad es el último refugio en un mundo lleno de ruido». El poeta William Empson identificó al minimalismo como el «proceso de poner lo complejo en lo simple», hablándonos de ese impulso del ser humano de renovarse a sí mismo mediante la inmersión en lo simple, en la espontánea vida instintiva. El sutil Junichiro Tanizaki escribió en su “Elogio de las sombras” cómo notaba en la oscuridad «un embarazo de pequeñas partículas como cenizas finas, cada partícula luminosa como un arco iris».

Una de las primeras reflexiones al respecto la realizó el creador de la Enciclopedia, Denis Diderot. En su gracioso relato “Lamento de mi vieja bata” describe el efecto que tuvo en su vida y en su hacienda el regalo de una hermosa bata escarlata. Poco después de recibirla, la belleza de aquella prenda le hizo pensar que el resto de sus pertenencias no estaban a la altura y comenzó a comprar nuevos objetos para compensarlo. Sustituyó su vieja silla de paja por un sillón forrado por tela de Marruecos, cambió sus cuadros más sencillos por otros más caros y siguió comprando hasta que se endeudó sin remedio. En su ensayo, dice Diderot, «yo era el amo de mi vieja bata. Pero me convertí en esclavo de la nueva. Cuidado con la contaminación de la riqueza y el deseo: el hombre humilde puede no preocuparse de las apariencias, pero el que pretende ser rico siempre está bajo presión».

Diferentes escuelas de la filosofía también profundizaron al respecto. Sócrates nos dijo que «el secreto de la buena vida no consiste en tener más, sino en saber disfrutar con menos». El famoso experimento del filósofo de la naturaleza, además de abolicionista, insumiso y eremita Henry David Thoreau, en el que lo dejó todo y se fue a vivir dos años, dos meses, dos semanas y dos días al bosque, desnudo de equipaje, nos hizo reflexionar sobre la oposición al materialismo y la filosofía de la renuncia, como antes lo hicieron los estoicos griegos y romanos que, a su vez, siguieron la estela de los cínicos.

El detalle, escaso, pequeño y único. El minimalismo en sus orígenes fue pensado más como una mentalidad que como una marca o un estilo de vida. «Menos es más» no es un significado en sí mismo; es un camino para encontrar el significado. Para los artistas minimalistas de la década de los 60 fue un mandamiento prestar atención a las cosas tal como son y experimentar las cosas no requiere una forma de vida, una manera de verlas o un estilo. Era simplemente ser consciente de tus propias percepciones, pensar las cosas y decidir lo que te gusta por ti mismo.

Distintos artistas considerados minimalistas, aunque ellos desaprobaron el término, trabajaron esas ideas. La pintora canadiense Agnes Martin, con su exploración de los «espacios en blanco», defendía el principio de intervención mínima en la pintura, la simplicidad, la búsqueda de lo esencial y la repetición de un formato, el rectangular, sobre el que componía serenos paisajes lineales. En la música de su contemporáneo John Cage, con su 4'33”, se apostaba todo a un silencio radical y revolucionario, la música minimalista del compositor afroamericano Julius Eastman era un ejercicio de gracia y fidelidad a la simplicidad.

En la arquitectura, Philip Johnson y, sobre todo su mentor, Ludwig Mies van der Rohe, uno de los arquitectos más influyentes de la historia e inventor del concepto «menos es más», intentaron plasmar y diseñar lo que no se ve para mostrar lo que no se construye. De ese modo, con pocos elementos y con pequeños detalles, con detalles únicos, apostaron por dar calidad a un espacio limpio, para crear elegancia y una obra original.

Religión opresiva de autoayuda. El minimalismo, en su forma más superficial y consumista, se ha convertido en una atracción para cualquier producto que promete simplificar nuestras vidas. Pero, en ese proceso, en la mayoría de las veces nos anima a acumular más cosas. Su estética y simplicidad agresiva se han filtrado en la moda, el diseño y la arquitectura, hasta convertirse en un producto de lujo. El ascetismo de performance del minimalista es una especie de enfermedad cultural. Se interpreta erróneamente la renuncia material, la estética austera y los espacios vacíos como símbolo de absolución capitalista, cuando estas tendencias realmente solo nos brindan más formas de satisfacer nuestro impulso de consumir más, no menos.

Además aflora últimamente en todas partes, como una luz brillante y anunciadora en la oscuridad de las grandes crisis, tanto de la de 2008 y probablemente también la que se avecina con la pandemia del nuevo coronavirus. Casas pequeñas, microapartamentos, ropa monocromática, tendencias de decoración de interiores, etc. Es fácil sentirse abrumado por el exceso minimalista, ya que la palabra se puede asociar a casi cualquier cosa, todo lo que sea austero y elegante parece minimalista.

Parte filosofía pop y parte estética, ese minimalismo que, en teoría, ansía vivir mejor con menos, se presenta hoy, en cierto sentido, como una cura contra el capitalismo. Como una pastilla contra la resaca de lo opulento, ostentoso y abrumador, del exceso de mansiones de habitaciones doradas, grandes coches, cocina de fusión, previo a la recesión. Frente a ello, el minimalismo es un tónico saludable. O mejor, un método para hacer frente a la austeridad inducida por la recesión, una limpieza espiritual colectiva y cultural porque, de todos modos, nos hemos visto obligados a consumir menos. Convertido en una estética global, en una religión opresiva, es un fenómeno de autoayuda, sin sentido, que ha alcanzado su punto máximo de saturación.

Hay algo aquí que va mal. Cuando se convierte en eslogan de una camiseta, en un tratamiento de cuidado de piel o en una mesa de café, cuando te ofrece un manual de instrucciones de uso, algo ha ido mal con el minimalismo. Si incentiva nuevos modos de consumo, un verdadero exceso del «menos», algo se ha perdido en el camino. Si te da una respuesta extrema a preguntas profundamente existenciales sobre la felicidad y el bienestar, se ha alejado demasiado de sus orígenes.

El minimalismo que interesa no estimula la huida, escaparse del mundo real, sino un mayor compromiso con el mismo. Fue canonizado como un movimiento histórico artístico, pero el nombre llegó a significar algo diferente, se convirtió en un significante de clase. Lo que una vez fue una forma en la que los artistas sorprendieron al público, una estrategia viable dentro del arte, la extensión de la idea abstracta de que el arte tiene su propia realidad y no la imitación de cualquier otra cosa y, estéticamente, una forma de belleza altamente purificada que representaba cualidades tales como la verdad (porque no pretende ser otra cosa que lo que es), el orden, la simplicidad y la armonía, se convirtió a lo largo de las décadas en un estilo delimitado y consumible. Incluso la austeridad puede volverse decadente.

«Menos era más», porque quitabas lo familiar, abriendo la oportunidad para ver el mundo sin ideas preconcebidas. Los objetos podían parecer mundanos pero, en lugar de la simple caja de metal en una habitación, era la experiencia sensorial que incita el objeto lo que era arte, no se necesitaban conocimientos previos. Pero, más allá del minimalismo mercantilizado y de marca, y más allá del «menos» como una forma de vida optimizada, se encuentra un territorio incógnito en donde debemos buscar y resignificar el minimalismo y el ideal del «menos es más».

Limitar necesidades, no purgar lo material. El impulso hacia una vida más simple y que importe ha sido, además de una respuesta a la decadencia y las grandes crisis, el afán histórico del minimalismo. Esta fue su expresión más verdadera, aquella que elimina el artificio y nos permite ver las cosas como realmente son. Mal entendido como simple estética, hoy convertido en obsesión cultural y en una palabra sobreexpuesta que sirve para casi todo, debe revaluarse en toda su complejidad, con todos sus ángulos profundos y matizados.

El minimalismo más intenso que debemos perseguir gira más en torno a la vulnerabilidad que al control. Esta vulnerabilidad es un hecho intrínseco a la condición humana, incluso la de los más ricos que tienen dinero para construir sus fortalezas, sus mansiones y sus muros ultravigilados. Durante el siglo XX, la acumulación material y la estabilidad tenían sentido como formas de seguridad. Poco de ello es hoy realidad. Las cosas tangibles cuestan hoy bastante menos y las «formas intangibles» de seguridad cuestan cada día más.

Como se pretendía originalmente, el minimalismo sano y saludable debe proporcionar una pregunta en lugar de una respuesta que funcione como dogma, o peor aún, como posicionamiento de marca. ¿Qué otras perspectivas son posibles cuando miras el mundo de una manera diferente? El «menos es más» no consiste tanto en reducir tus posesiones, que también, en una purga de lo material, sino sobre todo en limitar tus necesidades. Se trata de hacer más simples las complejas experiencias humanas, de buscar lo esencial en este mundo saturado de objetos, información, estímulos y distracciones, de concentrarse en lo fundamental.