IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBÉNIZ
ARQUITECTURA

El parque sin tren

Mientras voy conduciendo, charlando despreocupadamente con mi acompañante, escucho un sonido repetitivo, un campaneo que inmediatamente me lleva a mi niñez. Tal vez es por eso que la siguiente secuencia no me es familiar, aunque hace tiempo que no la contemplo: barreras rojas y blancas que bajan, luces que parpadean, coches que se agolpan, peatones que miran, el silbido y el traqueteo de un tren que pasa por el paso a nivel; y de nuevo, al pasar el tren, comienza otro baile de sonidos e imágenes, también muy familiar: las barreras subiendo tímidamente, las motos adelantándose, los coches agolpándose, nervios, acelerones.

Los pasos a nivel han ido desapareciendo paulatinamente de las zonas urbanas consolidadas, bien por acción de soterramientos, bien porque la red de ferrocarriles ha ido mermando. Echando la mirada atrás, los pasos a nivel son espacios con una gran poética urbana; cuando el tren pasa, el resto de la ciudad debe parar, como si estuviéramos reverenciando un gran animal mitológico que de vez en cuando pasa por nuestras casas. Aunque haya perdido gran parte de su simbología debido a una estrategia por apostar por el coche privado en detrimento de los transportes públicos, el tren ha sido un sinónimo de progreso, de conexión con el exterior, de modernidad.

Esta visión nostálgica y edulcorada de las vías ferroviarias urbanas, desde luego, confronta con el deseo de todos los municipios que ven su casco urbano dividido en dos por este motivo, hartos de las molestias de los trenes que pasan, ruidos, vibraciones... En cada uno de los pueblos o villas de Euskal Herria con este problema, las palabras soterramiento, desvío o circunvalación se manejan desde hace décadas. Los ayuntamientos entran en un juego de influencias políticas para conseguir permiso y sobre todo mucho, mucho dinero.

Pero, ¿qué pasa cuando esa vía desaparece? Los soterramientos de pasos, playas de vía o estaciones abren la puerta a nuevos espacios públicos, pero en ocasiones suelen ser zonas un tanto ariscas, desprovistas de actividad, ya que no es conveniente colocar edificio alguno sobre la cobertura de la estación, y tampoco se puede plantar arbolado que comprometa la impermeabilización. Además, como si de una herida cicatrizada se tratara, las vías ferroviarias tradicionalmente han dividido la ciudad y, al desaparecer, casi parece como si la ciudad no quisiera entrar a construir en esa herida cerrada.

Comprender que pensar un nuevo uso para un trazado ferroviario era complejo fue lo que motivó que en 2016 el Gobierno de Ciudad de México convocara un concurso internacional para la construcción del parque lineal Ferrocarril de Cuernavaca. A la convocatoria respondieron cerca de 400 estudios, siendo el ganador el estudio de los arquitectos Luby Springall y Julio Gaeta. El estudio, radicado en México, ganó la selección del público por su proyecto en Cuernavaca en la Bienal Española de Paisajismo en 2018, y desde entonces las imágenes de su intervención sobre las vías de tren se han convertido en un referente casi tan manido como el proyecto del High Line de Nueva York.

Línea roja. El desmantelamiento del Ferrocarril de Cuernavaca, que une la ciudad con la famosa fábrica de Cerveza Modelo y la papelera Progreso, comprende un parque lineal de casi 5 kilómetros de largo, que afrontaba el reto de querer ser un espacio público, respetar el patrimonio, cuadrar unos gastos que en esas dimensiones podrían resultar prohibitivos y hacer algo útil para la ciudad.

El proyecto se plantea como una partitura de un concierto con 70 actos o acciones de menor tamaño, que se pueden ir acometiendo según necesidad y recursos. Como hilo conductor de todo, una “línea roja”, que cruza, gira, tuerce y va por encima de las vías ferroviarias, que quedan intactas como elemento decorativo. Esa línea va ordenando más actividades y zonas para la ciudadanía, como áreas de juegos infantiles, skateparks, gimnasios al aire libre…

En un plano más oculto y tal vez no tan evidente, existe todo un sistema de conectividad ecológica, con un tratamiento del arbolado y subsuelos que mejore la permeabilidad de la tierra y cree una zona más fresca y agradable. El agua, por último, es la segunda «gran deuda de México con su gente y su territorio», según escriben los autores, y se plantan una serie de “caprichos” o juegos de agua, jardines de lluvia, etc., a lo largo del recorrido, que sirven para crear esa sensación de parque lineal tan compleja en un ámbito tan extenso.